Nada se mueve en la capital estadounidense. Los pasillos del Congreso lucen casi desiertos y las luces de muchos despachos permanecen apagadas. El cierre del Gobierno federal ha entrado en su segunda semana y, con él, la política de Washington vuelve a exponer su rostro más predecible: la parálisis.
Lo que comenzó como un forcejeo presupuestario entre la Casa Blanca y los demócratas se ha transformado en un pulso de poder de consecuencias nacionales. Cientos de miles de empleados federales están en sus casas, muchas oficinas públicas cerradas y los organismos esenciales operan con personal mínimo. En medio del desconcierto, el presidente Donald Trump ha dejado entrever que esta vez podría no garantizar el pago retroactivo de los salarios, rompiendo con la práctica establecida tras el cierre histórico de 2019.
El gesto no es un detalle técnico, sino una señal política. La Oficina de Administración y Presupuesto del propio Ejecutivo publicó una circular en la que indica que solo el Congreso podría autorizar el desembolso de los salarios adeudados, si así lo decide. Es, en los hechos, una herramienta de presión sobre los legisladores para forzar un acuerdo de reapertura.
La trinchera política del seguro de salud
El punto de fricción tiene nombre y apellido: la financiación del sistema de salud. Los demócratas exigen garantizar el apoyo público al seguro médico y frenar eventuales alzas en las primas. Los republicanos se niegan a incluir esa medida en el paquete presupuestario, convencidos de que la opinión pública culpará a los demócratas por prolongar el cierre.
No hay conversaciones formales entre las partes, y la sensación general es de un estancamiento calculado. En el Senado, figuras de ambos partidos —desde Bernie Sanders hasta Susan Collins— han intentado tender puentes en torno a una reforma sanitaria intermedia. Pero sus gestos se pierden entre declaraciones altisonantes y votaciones que naufragan antes siquiera de llegar al pleno.
Sanders, desde su escaño en Vermont, llamó a la cordura: “Hay que sentarse a dialogar”. Nadie parece escuchar. Mientras tanto, en los pasillos republicanos, algunos senadores como Josh Hawley o la representante Marjorie Taylor Greene insisten en la necesidad de frenar los aumentos del coste del seguro médico, pero sin ceder en el terreno simbólico del enfrentamiento con los demócratas.
Trump y la política del desgaste
Fiel a su estilo, el presidente combina gestos de apertura con golpes de retórica. Un día asegura que “quiere un sistema sanitario excelente para todos” y al siguiente repite que “primero hay que reabrir el Gobierno”. En un acto en la Casa Blanca llegó incluso a sugerir que no todos los empleados federales “merecen ser atendidos igual”, frase que encendió la indignación de los sindicatos públicos y que anticipa demandas judiciales contra la administración.
Para Trump, cada crisis es también una escena. Su decisión de colocar los salarios sobre la mesa forma parte de una estrategia mayor: dramatizar la presión sobre los demócratas y trasladarles el coste político del cierre. Sin embargo, a cada semana que pasa, las consecuencias económicas y humanas de la parálisis federal pesan más: 750 000 trabajadores en pausa, retrasos en servicios básicos y un creciente nerviosismo en los mercados.
Entre la legalidad y la política
Mike Johnson, el presidente republicano de la Cámara de Representantes, defendió la posición del Ejecutivo afirmando que los demócratas “deben actuar con responsabilidad” y aprobar un presupuesto provisional. Sin embargo, no pudo precisar si el bloqueo de salarios es siquiera legal. La senadora demócrata Patty Murray fue directa: calificó la medida de “irresponsable e ilegal”, acusando a la Casa Blanca de castigar a los empleados federales para ganar ventaja negociadora.
Mientras tanto, el Senado continúa votando fórmulas que fracasan en serie y la Casa Blanca amaga con más despidos temporales. En los suburbios de Washington, las familias afectadas repiten el mismo ritual: calcular cuánto resistirán sin ingresar su sueldo. Los restaurantes cercanos a los edificios federales atienden menos comensales, los organismos públicos acumulan expedientes y la frase más escuchada entre los empleados es un resignado “ya hemos pasado por esto antes”.
Aun así, el pesimismo actual tiene un matiz distinto. En anteriores cierres, siempre hubo una certeza compartida: que el pago de los salarios llegaría al final del túnel. Esta vez, ni siquiera eso está garantizado. Y en una ciudad acostumbrada a las guerras políticas, pocas cosas inquietan tanto como la sensación de que la normalidad puede no regresar del todo.
08/10/2025