En Sharm el-Sheij, Egipto, se despliega hoy un escenario diplomático que podría definirse como un delicado acto de equilibrio entre la urgencia humanitaria y los imperativos de poder. La cumbre internacional, presidida por Donald Trump y Abdel Fatah al-Sisi, y con la presencia de más de veinte líderes mundiales, incluido António Guterres, secretario general de la ONU, no solo busca poner fin a la violencia inmediata, sino reconstruir un orden que la guerra ha fracturado profundamente. Entre los puntos más críticos de la agenda están la liberación de 250 prisioneros palestinos con cadena perpetua, la entrega de 1.700 detenidos de Gaza, y la restitución de 20 rehenes vivos, junto a los restos de 28 fallecidos durante el conflicto. Pero más allá de las cifras, lo que se debate es la dignidad de un pueblo que ha soportado la presión de la guerra y la amenaza de la aniquilación.
Analíticamente, la cumbre revela una doble verdad incómoda: Estados Unidos reconoce, finalmente, el costo humanitario y político de la guerra en Gaza, pero esta conciencia no se traduce en un genuino cambio de postura respecto al derecho palestino a la autodeterminación. Lo que mueve a la administración estadounidense es, ante todo, la constatación del fracaso militar israelí, el aislamiento político de Tel Aviv y el riesgo de que el extremismo desmedido erosione los intereses estratégicos de Washington en la región. En otras palabras, la diplomacia se activa no por justicia, sino por cálculo, y aun así, ese cálculo puede salvar vidas y abrir, aunque sea parcialmente, un respiro en el epicentro del conflicto.
La participación europea —Macron, Starmer, Mertens, Sánchez y Meloni— revela un cambio de época en la postura occidental: de la complacencia tácita frente a la política israelí a un cuestionamiento crítico de la expansión territorial y de las prácticas que bordean la limpieza étnica. Este cambio, lejos de ser espontáneo, es fruto tanto de la presión de la opinión pública europea como de un reconocimiento gradual de que la estabilidad regional no puede sustentarse sobre la injusticia prolongada. La presencia de líderes árabes y musulmanes —Mahmoud Abbas, el rey Abdullah II y Recep Tayyip Erdoğan— subraya la urgencia de integrar el respaldo regional y llenar el vacío que la tregua parcial podría dejar, todo mientras se busca detener la espiral de violencia y prevenir nuevos desplazamientos forzosos.
No obstante, la ausencia de Netanyahu, percibido como un factor de desestabilización, y la negativa iraní a asistir, reflejan la complejidad geopolítica de la cumbre. Sharm el-Sheikh es más que un foro diplomático: es un testimonio de los límites de la violencia desenfrenada y de la urgencia de preservar lo humano frente a la maquinaria de la guerra. Allí, cada gesto, cada palabra y cada acuerdo tentativo se inscribe en una lucha no solo por detener la sangre, sino por salvaguardar la posibilidad de una reconstrucción política y social que reconozca al palestino como sujeto, y no como víctima perpetua de un conflicto que amenaza con devorarlo. La cumbre, en última instancia, es la prueba de que la diplomacia, por calculada que sea, puede convertirse en un último dique contra lo incontenible: la aniquilación moral y física de un pueblo.
Abdelhalim ELAMRAOUI
13/10/2025









