París amaneció el martes con un aire de ultimátum. Sébastien Lecornu, primer ministro dimitido pero aún en funciones, ha decidido jugar su última carta: dar un plazo de 24 horas a Los Republicanos (LR) para decidir si se incorporan o no a un nuevo gobierno junto a la macronía. Si la derecha rechaza la oferta, las dos alternativas son igual de explosivas: un primer ministro de izquierda o la disolución del Parlamento.
La escena se desarrolló en Matignon, donde Lecornu recibió uno a uno a los líderes de los distintos partidos. Su mensaje fue claro: Francia no puede seguir paralizada por los equilibrios imposibles. La derecha, de cuya colaboración depende la estabilidad parlamentaria, está dividida y asustada. Laurent Wauquiez, jefe de los diputados LR, transmitió la angustia de un grupo político que teme una nueva disolución como quien teme una catástrofe natural. Muchos de sus diputados conservan sus escaños por escasos votos frente a la extrema derecha y un nuevo paso por las urnas sería suicida.
Mientras tanto, Bruno Retailleau —presidente del partido— mantiene el suspense: no ha querido revelar el contenido de su conversación con Lecornu, pero sí ha dejado entrever una exigencia tajante: ningún jefe de gobierno “cercano a Macron” y, por supuesto, nada de abrir la puerta a la izquierda. En la opacidad de estas conversaciones, la V República vuelve a demostrar su capacidad inagotable para el drama político.
La izquierda, entre la esperanza y el cálculo
En paralelo, los partidos progresistas husmean la oportunidad. El socialista Olivier Faure y el ecologista Marine Tondelier creen percibir grietas en el bloque presidencial, grietas por las que podría colarse un gobierno de unidad de izquierda. El eurodiputado Raphaël Glucksmann lo expresó sin rodeos tras su encuentro con Lecornu: “Hay avances”, dijo, especialmente respecto a una posible suspensión de la impopular reforma de las pensiones.
Esa reforma —aprobada a duras penas en 2023 y convertida en símbolo de la crispación francesa— podría ser la moneda de cambio para construir una nueva mayoría. Incluso Elisabeth Borne, la ex primera ministra que la impulsó, admite hoy que “para avanzar, hay que saber ceder”. Los sindicatos, naturalmente, aplauden el giro. Sophie Binet (CGT) habla de “un reconocimiento del fracaso”; Marylise Léon (CFDT) lo llama “un gesto de responsabilidad”.
Macron atrapado en su propio laberinto
Emmanuel Macron, cuyo segundo mandato se ha ido transformando en una sucesión de crisis, se enfrenta ahora a una encrucijada sin salida perfecta. Aceptar un primer ministro de izquierda equivaldría a una cohabitación anticipada que desdibujaría su autoridad. Rechazarlo podría empujarle a disolver la Asamblea, con el riesgo de dar alas a la extrema derecha. Ni su proyecto centrista parece capaz de absorber las tensiones ni la aritmética parlamentaria le permite imponer un rumbo.
El propio Lecornu, consciente de su papel transitorio, ha pasado las últimas semanas haciendo de equilibrista entre las demandas irreconciliables de los partidos: un gesto hacia la izquierda sin alienar a la derecha, una señal de estabilidad sin parecer inmovilismo. Desde su residencia oficial, ha pedido al Ministerio de Economía evaluar el coste de las propuestas socialistas—incluida la suspensión de la reforma de las pensiones—, como preparando el terreno para cualquier desenlace posible.
La política francesa, entre el pánico y la improvisación
Mientras tanto, en los pasillos de la Asamblea Nacional reina un extraño silencio. Nadie quiere ser el primero en mover ficha, pero todos saben que el país espera un desenlace inminente. “Es un despertar tardío, pero positivo”, dijo Faure al referirse al cambio de tono en el gobierno, aunque pocos creen que baste para apagar la crisis.
Más allá de las maniobras tácticas, el fondo del problema es estructural: el sistema político francés se ha convertido en un campo de arenas movedizas donde cada paso hunde un poco más a quienes intentan avanzar. Macron, símbolo de una promesa centrista que ya no convence ni a la izquierda ni a la derecha, asiste a la fragmentación de su propio espacio político. La V República, construida para los golpes de autoridad gaullistas, se muestra desarmada ante el multipartidismo actual.
Quizá sea por eso que la palabra más repetida en París estos días no es “reforma”, ni “coalición”, ni siquiera “dimitir”: es fatigue. Fatiga política, fatiga institucional, fatiga democrática. Y en medio de ella, un país que sigue buscando una voz capaz de poner orden sin que suene a mando, y una renovación sin que parezca ruptura.
Mientras Lecornu consulta, los partidos conspiran y el reloj político avanza hacia la medianoche.
Francia mira su crisis como en un espejo: confusa, dividida, pero también –como siempre– intensamente viva.
08/10/2025