Los focos del mundo se posan, una vez más, sobre una habitación cerrada y dos hombres que simbolizan mucho más que sus propias naciones. En la ciudad surcoreana de Gyeongju, Donald Trump y Xi Jinping están llamados a escribir —o tal vez simplemente a corregir— un nuevo capítulo en una historia de tensiones que ya no se libra solo en los mercados, sino también en los laboratorios, los océanos digitales y la política global.
El encuentro se presenta como la culminación de una gira asiática poco habitual para el presidente estadounidense: tras Kuala Lumpur y Tokio, Trump llega a Corea del Sur con la esperanza de certificar lo que sus asesores han bautizado como “acuerdo de transición” con Pekín. Según fuentes próximas al Tesoro norteamericano, la negociación ha producido un borrador que permitiría a la Casa Blanca suspender aranceles planificados del 100 %, mientras China reanudaría la compra de soja y ralentizaría la imposición de restricciones sobre materias primas estratégicas como las tierras raras.
Un optimismo vigilado
El ambiente es de expectativa prudente. Ni Washington ni Pekín quieren dar la impresión de ceder, y menos aún con audiencias internas polarizadas y electorados cansados de discursos triunfalistas. Ambos países se reconocen mutuamente como adversarios estructurales: dos potencias interdependientes hasta la incomodidad. Como lo explican algunos observadores, estamos ante una relación que combina la desconfianza estratégica con un pragmatismo casi forzoso.
Paz armada, economía blindada
La expresión “paz armada” vuelve a circular en los pasillos diplomáticos. Puede sonar decimonónica, pero se ajusta al contexto: ambos bloques buscan estabilidad sin renunciar a sus arsenales —económicos, tecnológicos o militares—, conscientes de que una distensión total es improbable. La interdependencia global, lejos de apaciguar, se ha convertido en un arma de doble filo: demasiado entrelazados para romper, demasiado desconfiados para cooperar.
Washington y Pekín compiten simultáneamente por las cadenas de suministro, las rutas tecnológicas del futuro y la autoridad moral frente a terceros actores. Esta rivalidad, paradójicamente, mantiene en vilo a regiones enteras que dependen comercialmente de ambos gigantes.
Los temas que pueden incendiar la mesa
Junto a los desacuerdos arancelarios, hay tres asuntos particularmente inflamables:
El fentanyl, que sigue envenenando las relaciones bilaterales. Estados Unidos acusa a China de laxa vigilancia sobre los precursores químicos que alimentan el mercado ilícito de opioides en Norteamérica.
Taiwán, verdadero detonante potencial de una crisis militar: Pekín reitera su pretensión soberana sobre la isla, mientras Washington refuerza discretamente su respaldo defensivo.
La guerra en Ucrania, que añade un componente geopolítico directo. El apoyo chino, discreto pero sostenido, a los esfuerzos rusos inquieta a la administración estadounidense, temerosa de una alianza euroasiática que diluya su influencia.
Entre la desconfianza y la necesidad
Esta cumbre podría no traer soluciones definitivas, pero sí un indicio de dirección. La pregunta de fondo no es si habrá acuerdo, sino qué tipo de equilibrio —tenso, condicionado, temporal— es sostenible en una rivalidad que define ya el siglo XXI.
Lo que se negocia entre Trump y Xi no es un tratado de paz; es un compás de espera. Una pausa útil en una contienda donde la victoria jamás será absoluta y la derrota se mide en la pérdida de confianza del resto del mundo.
Y mientras las cámaras captan los apretones de manos y las sonrisas controladas, en los despachos de Gyeongju todos saben que la verdadera batalla —la del liderazgo económico, tecnológico y simbólico— apenas ha comenzado.
Mohamed BAHIA
28/10/2025









