En un mundo que se jacta de sus avances en derechos humanos y justicia global, la tragedia de Gaza desnuda una verdad incómoda: la normalización del horror. Mientras Benjamin Netanyahu remodelaba su cúpula militar en marzo pasado, nombrando al general Eyal Zamir —un hombre cuya lealtad al primer ministro es tan conocida como su desdén por el derecho internacional—, se tejía en paralelo una operación militar bautizada con eufemismo bíblico: «Carros de Gedeón». El objetivo declarado: destruir a Hamás. El resultado tangible, cuatro días después: 464 palestinos asesinados, un tercio de ellos niños. La cifra, sin embargo, no es un error de cálculo, sino un síntoma.
La geometría del poder: Cuando la política se viste de estrategia
Netanyahu, hábil arquitecto de narrativas, ha convertido la seguridad de Israel en un dogma incuestionable, incluso cuando sus acciones erosionan las bases mismas de la civilización que dice defender. Al designar a Zamir —cuyo abuelo yemení llegó a Palestina en 1920, en una migración que hoy se repite en sentido inverso—, no solo buscaba alinear al ejército con su agenda, sino consolidar un relato: la guerra como única diplomacia. La propuesta de Zamir de una invasión terrestre masiva en Gaza no fue una estrategia militar, sino un guion político. Un guion donde cada bomba es un capítulo, y cada niño muerto, una nota al pie.
El comentario del parlamentario israelí Zvi Sukkot —»matar a 100 personas al día no molesta a nadie, incluso si son mujeres y niños»— no es una boutade, sino un reflejo. Un reflejo de la deshumanización sistémica que permite que la violencia se mida en términos de eficacia, no de moralidad. Cuando la vida palestina se reduce a estadística, la pregunta no es por qué Israel mata, sino por qué el mundo asiente.
Estados Unidos: Entre el discurso y el cínico
La visita de Donald Trump a Oriente Medio dejó pistas de un posible giro. Las negociaciones con Irán, el distanciamiento táctico de la guerra en Yemen, la priorización de «acuerdos» sobre conflictos: gestos que podrían interpretarse como un intento de frenar el ímpetu genocida israelí. Pero en la práctica, EE.UU. sigue siendo cómplice por omisión. Al financiar con 3.800 millones de dólares anuales al ejército israelí, Washington no solo avala la violencia: la subsidia.
El cálculo israelí es claro: mientras el apoyo estadounidense sea incondicional, cualquier crítica internacional será folclore diplomático. Y aquí reside la tragedia: la «solución» que prometen las potencias no es sino una gestión del exterminio. Un exterminio que no es rápido, sino lento; no explosivo, sino burocrático.
La complicidad de la lejanía
El filósofo judío Hannah Arendt escribió sobre la «banalidad del mal», pero Gaza nos habla de su normalidad. Cada día que pasa sin una condena unánime, sin sanciones reales, sin un boicot cultural y económico a Israel, es un día en que el mundo firma un pacto tácito: la vida palestina vale menos.
La pregunta no es si Israel cometerá un genocidio, sino si el mundo lo permitirá. Y en esa pregunta late otra más incómoda: ¿a qué distancia moral estamos dispuestos a colocarnos para seguir durmiendo en paz?
Mientras tanto, en Gaza, el reloj avanza. Y con cada tic-tac, se desvanece no solo la esperanza de un Estado palestino, sino la ilusión de que el derecho internacional existe para quienes más lo necesitan.
Abdelhalim ELAMRAOUI
19/05/2025









