Desde que Donald Trump volvió a la presidencia de Estados Unidos con la promesa de ejecutar una «deportación masiva» de todos los migrantes indocumentados en Estados Unidos, su administración se ha enfrentado a una realidad logística ineludible: el país no cuenta con la infraestructura suficiente para llevar a cabo semejante operación. Esto ha obligado a la Casa Blanca a buscar terceros países que acepten recibir a migrantes, muchos de ellos en situación legal precaria o incluso regular, mientras se procesan sus expulsiones definitivas.
Inicialmente, la administración recurrió a instalaciones como la base de Guantánamo, pero su capacidad limitada y su simbolismo internacional negativo pronto evidenciaron que se necesitaban salidas diplomáticas. Así, Washington amplió su red hacia aliados políticos como El Salvador, Costa Rica y, más recientemente, países tan distantes y polémicos como Libia y Ruanda.
El Gobierno de Trump ha entablado negociaciones con estos países para enviar a migrantes con antecedentes penales, incluso cuando ya han cumplido sus condenas. En marzo, por ejemplo, se concretó la deportación de un refugiado iraquí a Ruanda, Omar Abdulsattar Ameen, como un modelo piloto. Esta iniciativa, sin embargo, no es nueva: Ruanda ya había firmado un acuerdo similar con el Reino Unido en 2022, que fue abandonado por el gobierno laborista de Keir Starmer por considerarlo «un truco ineficaz».
Las cifras empiezan a dar dimensión al problema. Solo en un operativo reciente, 238 venezolanos fueron deportados a El Salvador acusados de pertenecer al grupo criminal Tren de Aragua, aunque no se han presentado pruebas concluyentes. Muchos de ellos fueron recluidos en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) del gobierno de mandatario salvadoreño Bukele. Paralelamente, más de 500.000 migrantes provenientes de Venezuela, Cuba, Haití y Nicaragua han visto amenazado su estatus legal bajo el programa de Permiso de Permanencia Temporal (CHNV), implementado por administración anterior de Biden y actualmente bajo revisión judicial.
El Gobierno también ha revocado el estatus migratorio de miles de estudiantes internacionales, en muchos casos por infracciones menores o incluso sin verificación judicial. Esta política, conocida como «iniciativa sobre estudiantes extranjeros con antecedentes penales», ha derivado ya en más de 100 demandas federales por falta de debido proceso, donde se denuncia el uso de bases de datos automatizadas y algoritmos para justificar expulsiones sin revisión humana.
La controversia no termina ahí. La intención de enviar solicitantes de asilo a Libia, país señalado por la ONU por años de abusos sistemáticos, incluyendo torturas y esclavitud moderna, ha despertado las críticas más intensas de organismos de derechos humanos. En este contexto, resulta ha resultado alarmante para la comunidad internacional y los defensores de derechos humanos que Estados Unidos esté negociando un posible acuerdo de “tercer país seguro” con el régimen libio, cuando la seguridad de los propios ciudadanos está en entredicho.
No obstante, el secretario de Estado, Marco Rubio, ha defendido la estrategia argumentando que Estados Unidos “quiere enviar a algunos de los seres humanos más despreciables” lo más lejos posible, para que “no puedan volver cruzando la frontera”, según se citan sus declaraciones en varios medios locales. Esta retórica, que criminaliza de forma indiscriminada a los migrantes, refuerza una narrativa de “externalización” del problema migratorio, muy criticada por juristas y activistas.
De hecho, una jueza federal ha bloqueado temporalmente las deportaciones a países que no sean el de origen de los migrantes, exigiendo que se respete el derecho al debido proceso. Además, la Corte Suprema ha aceptado revisar el decreto de Trump que busca eliminar la ciudadanía por nacimiento, una medida que podría afectar a millones de hijos de inmigrantes nacidos en EE.UU.
El patrón es claro: ante la imposibilidad práctica de cumplir su promesa de deportación masiva, Trump ha optado por una ofensiva diplomática para que otros países hagan el trabajo sucio. Esta estrategia, sin embargo, se enfrenta no solo a obstáculos legales y humanitarios, sino también a una creciente resistencia dentro y fuera de los tribunales.
La política migratoria la administración estadounidense no solo revela una logística insostenible, sino también una deriva ideológica que amenaza con redefinir el concepto mismo de ciudadanía, pertenencia y derechos en Estados Unidos. El exilio administrativo, vestido de diplomacia y castigo, no ha hecho más que comenzar.
01/05/2025
María Angélica Carvajal

 
		 
 
 






 


