Este martes, Francia asume formalmente la presidencia rotatoria del Consejo de Seguridad de la ONU, un cargo que, aunque simbólico, carga con el peso estratégico de un mundo en reconfiguración. En el epicentro de esta coyuntura se encuentra el Sáhara, un territorio cuya disputa histórica parece inclinarse, de manera irreversible, hacia el reconocimiento de la soberanía de Marruecos. Bajo el liderazgo francés, el organismo multilateral enfrenta no solo la tarea de gestionar conflictos, sino de consolidar una visión de estabilidad en regiones donde el caos acecha.
El ascenso diplomático de Marruecos: paciencia y pragmatismo
Desde el reconocimiento estadounidense de 2020 —un punto de inflexión que resquebrajó décadas de estancamiento—, Rabat ha tejido una red de apoyos internacionales tan sólida como discreta. Más de treinta países, desde naciones africanas hasta latinoamericanas, han abierto consulados en Dajla y El Aaiún, ciudades que hoy simbolizan la integración del Sáhara al proyecto nacional marroquí. Esta estrategia, basada en inversiones masivas en infraestructura, conectividad y desarrollo social, ha convertido a la región en un puente económico hacia el África subsahariana, diluyendo las narrativas separatistas.
Marruecos, con una diplomacia que combina soft power y realpolitik, ha logrado presentarse ante la comunidad internacional como un faro de estabilidad en un Magreb convulso. Su plan de autonomía para el Sáhara, presentado en 2007 y respaldado por resoluciones de la ONU, emerge ahora no como una opción, sino como el único marco viable para una solución negociada.
Argelia: el aislamiento de una retórica anclada en el pasado
Frente a este avance, Argel —principal valedor del Frente Polisario— parece encallada en un discurso que huele a naftalina. Su insistencia en un independentismo radical, heredero de la Guerra Fría, contrasta con su creciente marginalización diplomática. Mientras Marruecos firma acuerdos comerciales y alianzas antiterroristas, Argelia enfrenta un doble desafío: una crisis interna de legitimidad y el desgaste de su influencia en foros clave. Sus argumentos, anclados en un supuesto derecho a la autodeterminación, chocan contra un contexto donde priman la seguridad regional y la cooperación económica.
Francia: de la ambigüedad calculada al realineamiento estratégico
París, actor histórico en el tablero sahariano, ha transitado de una prudencia calculada a un apoyo explícito. Las palabras del presidente Emmanuel Macron durante su visita a Rabat en octubre de 2024 no dejaron lugar a dudas: «El presente y el futuro del Sáhara se escriben bajo la soberanía marroquí». Este giro no es casual. Francia, consciente de su papel en el Sahel —donde el terrorismo y el vacío de poder amenazan su esfera de influencia—, prioriza la estabilidad que representa Marruecos frente a la volatilidad argelina.
La presidencia francesa del Consejo de Seguridad llega, así, en un momento clave. Con la crisis climática, las migraciones y el terrorismo como telón de fondo, París tiene la oportunidad de impulsar un enfoque pragmático: respaldar el plan de autonomía marroquí, alinear a los socios europeos y aislar a los actores que obstaculizan la resolución del conflicto.
Inversiones vs. ideología: la batalla por el relato
Marruecos ha entendido que la disputa por el Sáhara no se gana solo en las tribunas de la ONU, sino en carreteras, puertos y hospitales. La transformación de la región —con megaproyectos como el puerto de Dakhla Atlántico o parques industriales— no es mera propaganda: es la materialización de un modelo que vincula desarrollo con seguridad. Mientras, el Polisario, confinado en campos de refugiados en Tinduf, carece de un proyecto creíble más allá del victimismo.
Francia, al destacar estos avances durante su presidencia, podría catalizar un efecto dominó: demostrar que la integración económica y la gobernanza efectiva son antídotos contra el extremismo.
Conclusión: ¿Hacia un nuevo orden magrebí?
La presidencia francesa no resolverá por sí sola el conflicto del Sáhara, pero sí puede acelerar su desenlace. Marruecos, con una diplomacia ágil y una narrativa de progreso, ha ganado la batalla de la percepción. Argelia, en cambio, se aferra a un guion desgastado, incapaz de ofrecer alternativas en un mundo donde el multilateralismo exige resultados, no consignas.
En este juego de espejos, la apuesta de Francia por Rabat no es solo una cuestión de lealtad histórica: es un reconocimiento de que, en un Magreb fracturado, Marruecos representa el único socio capaz de conjugar ambición geopolítica con estabilidad. El mensaje es claro: en el Sáhara, el futuro ya ha comenzado.
¿Podrá Argelia salir de su letargo ideológico antes de quedar relegada a un papel secundario? La respuesta, como el viento del desierto, aún es impredecible.
02/04/2025
Mohamed BAHIA









