La reciente resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aprobada el 31 de octubre de 2025, marca un punto de inflexión histórico. Al reconocer el plan de autonomía propuesto por Marruecos como la base más seria y realista para resolver el conflicto del Sáhara, la comunidad internacional no ha premiado una victoria diplomática, sino que ha dado un paso hacia la verdad histórica de la marroquinidad del Sáhara.
Pero lo que distingue este momento no es solo la magnitud de la decisión, sino la elegancia política con la que Marruecos, bajo la dirección del Rey Mohammed VI, la ha asumido. Sin alardes, sin triunfalismo, con la serenidad de quien sabe que la justicia del tiempo acaba imponiéndose sobre el ruido de las circunstancias.
En su discurso a la nación, el monarca marroquí no habló de victoria, sino de continuidad. Habló de deber histórico, de reconciliación y de apertura. Al afirmar que “empezamos un nuevo capítulo en el proceso de consolidación de la marroquinidad del Sáhara”, el Rey evitó el tono de la revancha. Lo que se transmite no es la euforia del vencedor, sino la madurez de quien entiende que la verdadera legitimidad no se impone, se reconoce.
Esa actitud, más que cualquier gesto diplomático, confiere profundidad al momento. Marruecos no necesitaba celebrar un triunfo, sino constatar una evidencia, la evidencia de que su propuesta de autonomía, bajo su soberanía, es hoy el camino más viable, justo y pacífico para una región que ha sufrido demasiado por un conflicto enquistado en la geopolítica del siglo pasado.
La resolución no solo tiene implicaciones para Marruecos. Aporta una oportunidad real para los saharauis, que podrán proyectar su identidad y su desarrollo en el marco de un modelo de autogobierno. Abre también una puerta para Argelia, que, con su abstención, parece enviar una señal de prudente distensión. Y si esa señal se transforma en diálogo, podría ser el inicio de una nueva era en las relaciones bilaterales, y quizá la chispa que el Gran Magreb necesita para renacer de su fragmentación.
Porque, en el fondo, lo que está en juego va más allá de las fronteras. Se trata de reconstruir una región con potencial económico, cultural y humano inmenso, condenada durante décadas a mirar hacia atrás. El Magreb solo podrá avanzar cuando supere los muros mentales y políticos que lo dividen. Y la madurez con la que Marruecos asume esta resolución es, en ese sentido, una lección de futuro.
Hay verdades que tardan en ser reconocidas, pero cuando lo son, no necesitan gritar. La “verdad histórica” de la marroquinidad del Sáhara, como la llama Rabat, no se impone desde la euforia del poder, sino desde la constancia de la historia. Décadas de desarrollo, inversión y estabilidad en las provincias del sur son testimonio de un proceso que ha avanzado sin esperar aplausos.
La ONU, con su nueva posición, no hace sino confirmar lo que la realidad sobre el terreno lleva tiempo mostrando la realidad de que la solución no puede ser una ruptura, sino una integración justa, moderna y compartida.
El desafío, ahora, es transformar esta victoria simbólica en una oportunidad colectiva. Si Marruecos, Argelia, los saharauis y el conjunto del Magreb logran asumir este momento como un punto de encuentro y no de divergencia, la región puede finalmente reconciliarse consigo misma.
La resolución de la ONU no debería ser el cierre de un conflicto, sino el principio de una reconciliación. Y si algo ha demostrado Marruecos en estos años, es que la firmeza en la soberanía puede convivir con la generosidad del diálogo.
En esta hora de madurez política y diplomática, Marruecos ha ganado sin necesidad de proclamarlo. Ha triunfado la serenidad sobre la confrontación, la historia sobre la retórica, la verdad sobre la duda. Y cuando Marruecos logra transformar una reivindicación en un proyecto de futuro compartido, no solo gana él, ganan también los saharauis, gana Argelia, gana el Magreb, y gana la esperanza de un Norte de África reconciliado consigo mismo.
Por: Abdelhamid Beyuki
31/10/2025









