Carles Puigdemont escenifica, una vez más, su manera peculiar de hacer política: lejos de España, pero muy presente en su tablero. La reunión de la dirección de Junts per Catalunya en territorio francés no es solo una cuestión de logística —la sombra de la detención todavía lo persigue—, sino también una declaración de intenciones. Desde su refugio político, el presidente catalán prepara el siguiente capítulo de su pulso con Pedro Sánchez, en un clima que muchos dentro del partido ya califican abiertamente de “ruptura”.
La cita llega casi dos años después de aquel pacto que garantizó la investidura del líder socialista y que introdujo en la política española una palabra que aún genera alergia en parte del electorado: amnistía. Por aquel entonces, Junts aparecía como socio imprescindible, un aliado incómodo pero necesario para la supervivencia del Gobierno. Hoy, las tornas parecen haber cambiado: Puigdemont da por agotada la “paciencia estratégica” y plantea cortar el cordón con el Ejecutivo, al considerar que las promesas de traspasos, reformas y gestos políticos no se han cumplido.
El laboratorio Puigdemont
La mecánica es conocida. Puigdemont convoca, la dirección asiente y la militancia refrenda. En la práctica, el exalcalde de Girona es una suerte de brújula absoluta para un partido que, pese a sus estructuras democráticas formales, pivota en torno a su figura. Lo que se decida en Perpiñán no sorprenderá a nadie. La cúpula asumirá su dictamen como un acto de coherencia y el voto de la base servirá más de consagración que de contraste.
La estrategia, sin embargo, tiene su doble filo. Junts corre el riesgo de aparecer como una formación más pendular que pragmática: cuando apuesta por la negociación, es acusada de connivencia; cuando rompe, se le reprocha contribuir al ascenso de la derecha y la ultraderecha. Y ese es, precisamente, el dilema que sobrevuela las conversaciones internas: ¿cómo desmarcarse del PSOE sin regalar la legislatura a PP y Vox?
El partido trata de blindarse tras una máxima: la defensa de los “intereses de Cataluña por encima de todo”. Míriam Nogueras, su voz más contundente en el Congreso, insiste en sacarlo del eje izquierda–derecha. Pero ese discurso, cómodo en teoría, tiembla en la práctica cuando se constata que la gobernabilidad del país depende de siete escaños posconvergentes.
Sánchez, entre la necesidad y el desafío
El Gobierno, mientras tanto, opta por combinar firmeza y guiños. Los socialistas saben que perder el apoyo de Junts no solo desestabilizaría la legislatura, sino que dinamitaría el relato de diálogo con el independentismo. Por eso, en los últimos días, La Moncloa ha reactivado los gestos simbólicos: avances en el reconocimiento del catalán en la Unión Europea, nuevos interlocutores diplomáticos y un tono de paciencia que pretende contrastar con la dureza que proyecta Puigdemont.
Pedro Sánchez intenta, además, apelar al pragmatismo de los votantes catalanistas. Las encuestas del CIS le son relativamente favorables: los simpatizantes de Junts valoran mejor su gestión que la de Feijóo o Abascal. Pero Puigdemont observa otro sondeo, más inquietante: el ascenso de Aliança Catalana, la ultraderecha independentista que gana espacio en el terreno del descontento. Su lectura es clara: cualquier acercamiento duradero al PSOE puede costarle votos por la derecha soberanista.
El equilibrio imposible
El trasfondo de esta crisis no se mide solo en votos, sino en percepción. La amnistía, pese a haber pasado por el Congreso y sobrevivido a tormentas judiciales, sigue sin producir efectos tangibles para el propio Puigdemont. Ni su “retorno” a Cataluña se vislumbra próximo ni la devolución de competencias sensibles (como inmigración) se ha materializado. En política, la falta de gestos se paga cara, y el líder de Junts necesita demostrar que su paciencia también tiene límites.
Nogueras, el rostro más combativo del grupo parlamentario, ha aprovechado las últimas semanas para endurecer el discurso y situar al PSOE en el banquillo de los incumplidores. Las referencias a la multirreincidencia o a la presión fiscal catalana se enmarcan en esa narrativa: Junts como guardián de los intereses cotidianos de Cataluña más que como bisagra de un Gobierno español.
Perpiñán como metáfora
El simbolismo del lugar no se le escapa a nadie. Reunirse en Francia, a pocos kilómetros de la frontera, es una forma de recordar que el exilio sigue definiendo la esencia del “proyecto Puigdemont”. Desde allí, todo acto político adquiere un aire de resistencia y épica. Pero también, inevitablemente, de distancia.
En 2022, la militancia de Junts aprobó la salida del Govern compartido con ERC. Hoy podrían refrendar el alejamiento del PSOE. El guion se repite —otro “otoño caliente”, como gusta llamarlo Puigdemont—, aunque las consecuencias esta vez podrían ser más profundas. Si Junts consuma la ruptura, no solo se cimbrará el Gobierno de Sánchez: se pondrá a prueba, de nuevo, la capacidad del independentismo para sostener su propio relato sin autodestruirse.
En definitiva, Puigdemont juega su partida como siempre: con una mezcla de cálculo, desafío y teatralidad política. Perpiñán es el escenario, pero la función se representará en Madrid. Allí, cada decisión del líder exiliado sigue resonando más fuerte que muchas de las que se toman dentro del propio Congreso.
27/10/2025









