En el intrincado mosaico de los conflictos territoriales, pocos escenarios son tan reveladores de las contradicciones geopolíticas como el del Sáhara. Mientras Marruecos ha construido, durante décadas, una postura clara, respaldada por propuestas concretas y alianzas internacionales sólidas, Argelia insiste en alimentar un conflicto estancado, priorizando su rivalidad histórica con Rabat sobre el bienestar de los pueblos de la región. La reciente reafirmación de Estados Unidos —a través de su asesor presidencial Massad Bulus— sobre su reconocimiento de la soberanía marroquí en el Sáhara no es solo un respaldo diplomático: es un reconocimiento a la coherencia de un proyecto de Estado frente a la miopía de un vecino que confunde la política exterior con el resentimiento.
Desde 2007, Marruecos ha presentado un plan de autonomía para el Sáhara que, lejos de ser una mera declaración de intenciones, se ha consolidado como la única propuesta viable sobre la mesa. Respaldado por potencias como Estados Unidos, Francia, Alemania y decenas de países africanos y latinoamericanos, este plan ofrece un camino realista hacia la estabilidad: integración económica, gestión local de recursos y garantías de derechos para los saharauis. No es casualidad que la comunidad internacional lo considere “serio, creíble y realista”. Marruecos, en lugar de esconderse detrás de consignas vacías, ha invertido en desarrollo infraestructural, en apertura democrática y en diálogo con las poblaciones locales.
Pero todo esto choca con un obstáculo persistente: Argelia. Desde hace medio siglo, el régimen argelino ha convertido el conflicto del Sáhara en un instrumento de su política exterior, financiando y armando al Frente Polisario, promoviendo un discurso victimista y bloqueando sistemáticamente cualquier avance en las negociaciones. Mientras Marruecos ha extendido puentes —como la reapertura de fronteras en 2021 o su oferta de cooperación regional—, Argelia responde con muros: cierre de espacio aéreo, retórica belicista y un apoyo irreflexivo a un independentismo que, paradójicamente, mantiene a miles de saharauis en campos de refugiados en Tinduf, bajo condiciones deplorables y sin perspectivas de futuro.
La posición argelina no solo carece de pragmatismo: es profundamente hipócrita. Mientras exige un referéndum de autodeterminación para el Sáhara —una solución que ni siquiera la ONU ha podido implementar por desacuerdos técnicos y políticos—, Argelia reprime cualquier atisbo de disidencia interna, desde la Cabilia hasta las protestas del Hirak. ¿Con qué autoridad moral puede un gobierno que niega derechos básicos a su propia población erigirse en defensor de la “libre determinación” ajena? Su postura no es un acto de solidaridad, sino un cálculo frío para debilitar a Marruecos, limitar su proyección africana y desviar la atención de sus crisis domésticas.
Estados Unidos, al respaldar a Marruecos, no está tomando partido por una causa arbitraria. Está reconociendo a un aliado estratégico que ha demostrado capacidad de liderazgo: contribuye a la seguridad en el Sahel, media en conflictos africanos y sirve de modelo de convivencia religiosa en un contexto regional volátil. La visita anunciada de una delegación estadounidense a Rabat refuerza esta alianza, que trasciende lo simbólico: hablamos de cooperación en energía, defensa y desarrollo. Mientras, Argelia, anclada en un aislacionismo patrocinado por Moscú, ve cómo su influencia se diluye incluso en su propio continente.
Es hora de llamar a las cosas por su nombre. El conflicto del Sáhara no es una “lucha de liberación”: es un pulso geopolítico en el que Argelia actúa como actor desestabilizador. Marruecos, en cambio, ha optado por la vía constructiva: propuestas claras, inversión en desarrollo y diplomacia activa. Que más de 80 países respalden su iniciativa no es un capricho: es un reconocimiento a la madurez de un proyecto de Estado que prioriza la estabilidad sobre la retórica.
La pelota está en el tejado argelino. En lugar de aferrarse a un conflicto que solo beneficia a élites militarizadas y a grupos separatistas sin proyecto de gobernanza, Argelia debería mirar al futuro: cooperar en la explotación de recursos gasísticos, abrir corredores comerciales y, sobre todo, permitir que los saharauis en Tinduf decidan su destino sin ser rehenes de un guion político caduco.
El Sáhara merece más que banderas y consignas: merece soluciones. Marruecos lo ha entendido. Argelia, por el bien de toda la región, debería hacerlo también.
Mohamed BAHIA
21/04/2025









