La visita del ministro español de Economía, Comercio y Empresa, Carlos Cuerpo a Washington se convierte en un juego de estrategia donde se entrecruzan la ofensiva arancelaria de Trump, el peso diplomático de la Unión Europea y el reciente acercamiento de Pedro Sánchez a China. En el preciso instante en que Cuerpo, se dispone a estrechar manos en Washington, la atmósfera que lo envuelve no es la de una cordialidad burocrática entre aliados históricos, sino la de una partida geopolítica donde cada movimiento se mide con bisturí.
Con una agenda oficialmente centrada en «fortalecer lazos» con EE.UU., su presencia en la capital estadounidense coincide, no casualmente, con una renovada ofensiva de la Unión Europea para negociar el fin de la guerra arancelaria reactivada por el líder republicano Donald Trump. Pero lo que en principio parecería una misión técnica adquiere dimensiones de alto voltaje diplomático por el reciente viaje del mandatario Pedro Sánchez a China. Un viaje que, en la lectura de Washington, y particularmente del secretario del Tesoro, Scott Bessent, no es meramente simbólico, sino una declaración de autonomía que roza la deslealtad.
La doble cara del tablero atlántico
Mientras en Bruselas, el comisario de Comercio Maros Sefcovic entrega propuestas para desactivar los aranceles a productos industriales, y la italiana Giorgia Meloni prepara su propio desembarco con la venia de Trump, España transita un sendero más escarpado. La visita de Sánchez al líder chino Xi Jinping ha sido percibido en ciertos círculos de poder estadounidense como una falta de alineación, un «desliz» que, según Bessent, podría tener consecuencias: «mirar a China y no a EE.UU. sería como pegarse un tiro en el pie», advirtió.
Estas palabras no son meramente retóricas. En la era Trump, la diplomacia se construye —y se destruye— a golpe de tuit, tarifa o amenaza. El gesto de acercamiento de Sánchez al gigante asiático, en el que se firmaron diez acuerdos comerciales claves para sectores como el agroalimentario, ha sido interpretado con recelo por una Administración que ve en China no sólo a un competidor, sino al antagonista central de su estrategia global.
España navega sola
Desde el Gobierno español, la respuesta ha sido firme. José Manuel Albares, ministro de Asuntos Exteriores, no sólo ha defendido la visita a China como «acertada», sino que ha reivindicado el derecho de España a mantener una política exterior «soberana y coherente», lejos de juegos de suma cero entre bloques.
“Podemos hablar con Washington, con Pekín, con Bruselas”, ha dicho Albares, en un claro desafío a la lógica de bloques que Trump pretende reinstaurar. El mensaje es claro: España no quiere elegir bando, sino jugar en todos los tableros. Pero la neutralidad en tiempos de guerra comercial puede ser tan arriesgada como la beligerancia.
Trump endurece mientras Europa se desdibuja
En paralelo, Trump continúa aplicando presión. La reciente decisión de Nvidia de fabricar microprocesadores en territorio estadounidense refuerza su narrativa de «America First» y lo posiciona como arquitecto de una política industrial agresiva. Ha confirmado que aplicará nuevos aranceles a la alta tecnología, una advertencia para todos los países que dependen de exportaciones en ese sector.
Europa, por su parte, intenta recomponer una voz común, pero el mosaico de intereses nacionales dificulta la interlocución. Meloni busca un acercamiento pragmático; Alemania permanece cautelosa; y España, en una suerte de audaz malabarismo, quiere mantener su influencia tanto en Washington como en Pekín.
La posición del Partido Popular y la fractura interna
Internamente, el Gobierno español tampoco navega en aguas tranquilas. El líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, ha criticado con dureza el viaje a China, calificándolo de «frívolo» y contraponiéndolo a la «prudencia» de Bruselas. Sin embargo, desde el Ejecutivo recuerdan que Rajoy también visitó China durante su mandato, y acusan al PP de incoherencia diplomática.
Un juego de consecuencias
La visita de Carlos Cuerpo a Washington se inscribe así en una ecuación de múltiples incógnitas. Si consigue abrir una vía de diálogo arancelario será un triunfo para la diplomacia económica española. Pero si se interpreta como una forma de pedir disculpas veladas por el viaje a China, podría leerse como debilidad. Y en la era Trump, la debilidad se penaliza con dureza.
A largo plazo, el verdadero dilema para España no será tanto qué acuerdos consigue, sino qué imagen proyecta: la de un país autónomo que navega entre potencias o la de un aliado poco confiable que intenta contentar a todos sin comprometerse con nadie. Porque, al final, en política exterior, como en ajedrez, no se gana por evitar el conflicto, sino por saber cuándo —y dónde— mover la reina.
15/04/2025









