Mohamed BAHIA
La relación entre Argelia y Francia, tejida con hilos de memoria colonial y realpolitik, atraviesa uno de sus momentos más frágiles en décadas. Lo que comenzó como un desacuerdo diplomático se ha convertido en un pulso de narrativas, donde la retórica beligerante y los gestos de fuerza amenazan con sepultar cualquier atisbo de diálogo. Sin embargo, más allá de las acusaciones cruzadas, surge una pregunta incómoda: ¿es Argelia, en su búsqueda de reafirmación soberana, víctima de su propia estrategia reactiva?
Diplomacia bajo presión: entre amenazas y símbolos vacíos
La reciente decisión de Argelia de convocar por segunda vez al embajador francés, Stéphane Romatet, para discutir el uso de propiedades francesas en su territorio, ilustra un patrón recurrente: la escalada simbólica. Francia ocupa 61 inmuebles en Argelia bajo acuerdos heredados de 1962, con alquileres simbólicos que no superan los 100 euros anuales para residencias de miles de metros cuadrados. Aunque la desigualdad es evidente, Argelia parece limitarse a gestos de protesta —como el congelamiento del proyecto de reconciliación de memorias históricas— sin articular una estrategia clara para renegociar estos tratados.
El historiador Benjamin Stora, arquitecto del informe que buscaba sanar las heridas coloniales, lamenta la parálisis: «Las reuniones se suspendieron. Ahora, la política se impone a la historia». Argelia, al priorizar la confrontación, corre el riesgo de diluir su capacidad para exigir cambios sustanciales. Mientras Francia instrumentaliza el tema migratorio —Bruno Le Maire amenaza con deportaciones masivas—, Argelia responde con reclamos legítimos, pero estancados en la retórica.
El peso de lo simbólico vs. la ausencia de pragmatismo
El núcleo de la crisis no reside solo en desequilibrios económicos o migratorios, sino en la incapacidad de ambos países para trascender el simbolismo. Argelia insiste en recordar a Francia su deuda histórica —desde las masacres coloniales hasta la explotación posindependencia—, pero esta postura, aunque justa, choca con un presente donde la geopolítica exige pragmatismo.
Francia, por su parte, ha sabido capitalizar su posición: el acuerdo de 1968 le permite acceder a mano de obra argelina cualificada, mientras que el de 1994 garantiza a sus empresas ventajas en sectores estratégicos como energía y construcción. Argelia, en cambio, no ha logrado traducir su indignación en una agenda de renegociación efectiva. La denuncia de los alquileres irrisorios, por ejemplo, podría haberse convertido en una oportunidad para revisar cláusulas obsoletas. En su lugar, se reduce a un debate mediático.
Memoria selectiva: ¿un arma de doble filo?
La suspensión del proyecto de reconciliación de memorias —impulsado por Stora y académicos argelinos— revela otra contradicción. Argelia exige a Francia reconocer sus crímenes coloniales, pero paralelamente, evita profundizar en un diálogo que podría equilibrar las narrativas. Stora lo advierte: «La historia del colonialismo francés no se enseña en Francia. Se habla de un “colonialismo feliz”». No obstante, Argelia tampoco ha impulsado iniciativas pedagógicas conjuntas o acceso a archivos, claves para una reconciliación basada en hechos, no en consignas.
Este estancamiento beneficia a sectores políticos en ambos lados. En Francia, la ultraderecha de Le Maire utiliza a Argelia como chivo expiatorio; en Argel, el gobierno moviliza el sentimiento ant colonial para cohesionar una opinión pública afectada por crisis internas. ¿Resultado? Un círculo vicioso donde la diplomacia se subordina al cálculo electoral.
¿Hacia dónde mirar?
La solución, como sugiere Stora, pasa por «reanudar el diálogo». Pero esto exige que Argelia asuma un rol más proactivo: transformar su discurso victimizante en propuestas concretas. Por ejemplo, exigir no solo la restitución de bienes culturales —como los del emir Abdelkader—, sino también mecanismos de compensación económica vinculados a los acuerdos asimétricos.
Francia, por supuesto, debe revisar su hipocresía: no puede exigir control migratorio mientras se beneficia de profesionales argelinos, ni evadir su pasado colonial. Pero Argelia tampoco puede permitirse el lujo de la pasividad. En un Magreb convulso, donde potencias como Rusia y China buscan ampliar su influencia, la obsesión por el conflicto bilateral con Francia podría dejar a Argelia anclada en el siglo XX, mientras el mundo avanza.
En última instancia, la crisis no es solo una disputa entre dos Estados: es el síntoma de dos sociedades que, atrapadas en espejos deformados, aún no saben cómo mirarse sin rencor.
17/03/2025