Mohamed BAHIA
En la frontera más larga del mundo, donde el intercambio diario de bienes y cultura teje una relación simbiótica de siglos, Donald Trump ha vuelto a convertir la política comercial en un reality show de amenazas y rectificaciones. Este martes, el presidente estadounidense amenazó con duplicar los aranceles al acero y aluminio canadienses —del 25% al 50%—, prometió “paralizar para siempre” la industria automotriz de su vecino, y sugirió, como si se tratara de una ocurrencia de happy hour, que Canadá debería convertirse en el “estado 51” de la Unión. Horas después, tras la respuesta desafiante de Ottawa, la Casa Blanca retrocedió. La montaña rusa diplomática, sin embargo, deja al descubierto algo más profundo que un capricho presidencial: la transformación de la política exterior en un instrumento de teatro populista, donde la economía real es rehén de la narrativa del “hombre fuerte”.
La amenaza como coreografía: ¿Negociación o narcisismo?
El guion de Trump es predecible: escalada retórica, creación de una crisis artificial y retirada táctica para presentarse como magnánimo. Esta vez, el objetivo fue Canadá, socio que absorbe el 75% de las exportaciones estadounidenses y cuyo comercio bilateral supera los 800.000 millones de dólares anuales. Al proponer aranceles del 50% —una medida que hubiera disparado los precios de sectores claves en Estados Unidos, desde la construcción hasta la manufactura—, Trump no buscaba solo presionar a Ottawa: quería alimentar su imagen de “negociador implacable” ante una base electoral que romanticca la confrontación.
Pero el tiro le salió por la culata. Mark Carney, el futuro primer ministro canadiense —un tecnócrata con fama de moderado— respondió con un guiño a la identidad nacional: “En el comercio, como en el hockey, Canadá ganará”. La referencia no es casual: el hockey, deporte nacional, simboliza resistencia colectiva y estrategia fría. Al evocar este imaginario, Carney convirtió una disputa técnica en un asunto de soberanía, algo que ningún líder canadiense puede permitirse perder.
Interdependencia vs. ego: La paradoja del poder
La rapidez con que Trump retiró la amenaza (apenas cuatro horas después) revela una verdad incómoda: incluso para un presidente obsesionado con la autosuficiencia, la economía estadounidense es inseparable de Canadá. Cadenas de suministro integradas, como la automotriz —donde un vehículo cruza la frontera hasta ocho veces durante su fabricación—, hacen de los aranceles un boomerang. La industria estadounidense del acero, por ejemplo, depende en un 30% de las importaciones canadienses. Castigar a Ottawa sería sabotear a Texas o Michigan.
Pero más allá de los números, el episodio expone la vulnerabilidad de un sistema internacional basado en reglas, ahora sometido a los vaivenes de un líder que ve la diplomacia como una extensión de su marca personal. Al sugerir la anexión de Canadá —un comentario que Ottawa calificó como “broma de mal gusto”—, Trump no solo ignoró dos siglos de soberanía canadiense: redujo la relación bilateral a un meme, efímero y virulento.
El coste oculto: Confianza erosionada, alianzas fracturadas
Mientras Trump juega a la ruleta rusa con las tarifas, Canadá acelera su diversificación comercial. El acuerdo con la Unión Europea (CETA) y las inversiones en Asia-Pacífico son señales de que Ottawa ya no da por sentada la estabilidad con su vecino del sur. Para las élites empresariales de Toronto o Montreal, la lección es clara: la próxima crisis puede ser cuestión de otro tuit.
Pero el daño mayor es estratégico. Al erosionar la confianza en Estados Unidos como socio fiable, Trump no solo debilita la posición global de su país: fortalece a actores como China, que observan cómo las democracias occidentales se enredan en conflictos autoinfligidos. La pregunta que flota es incómoda: ¿qué valor tiene un tratado comercial si puede ser revocado por un capricho electoralista?
Conclusión: Soberanía en la era del caos calculado
El rifirrafe arancelario de esta semana no se resolverá con comunicados templados o cumbres de foto. Es síntoma de una enfermedad mayor: la política como espectáculo, donde las decisiones se toman no para gobernar, sino para trendear.
Canadá, por su parte, ha aprendido a bailar en la cuerda floja. Su respuesta —firme pero mesurada— refleja un realismo frío: sabe que en la era Trump, la estabilidad es un lujo. Como escribió la novelista Margaret Atwood, compatriota de Carney: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. Hoy, Ottawa hace revolución con datos, no con dramas. El problema es que, en Washington, los datos parecen importar menos que los aplausos.
12/03/2025