En un mundo donde la libertad de expresión se erige como uno de los pilares fundamentales de la democracia, Argelia parece estar retrocediendo a pasos agigantados hacia un pasado autoritario. El reciente caso del abogado Munir Gharbi, condenado a tres años de prisión —dos de ellos efectivos— por un simple comentario crítico en Facebook, no es un hecho aislado. Es, más bien, la punta del iceberg de un sistema que ha convertido la censura en una herramienta sistemática para silenciar voces disidentes. Este caso, junto con otros similares, revela un patrón alarmante de represión contra periodistas, abogados y defensores de derechos humanos, quienes enfrentan un entorno cada vez más hostil para ejercer su labor.
Munir Gharbi, un abogado conocido por su defensa de los derechos humanos, fue sentenciado bajo cargos que rayan en lo absurdo: «perjudicar el interés nacional» e «insultar a una institución oficial». Su crimen, según las autoridades argelinas, fue criticar una noticia publicada en un periódico local. La ironía es palpable: en un Estado que se autoproclama democrático, la crítica —un elemento esencial de cualquier sociedad libre— se ha convertido en un delito punible con años de cárcel. Este caso no solo evidencia la fragilidad del sistema judicial argelino, sino también su instrumentalización para acallar a quienes osan cuestionar el statu quo.
Pero Gharbi no está solo. Su caso se suma a una lista creciente de profesionales del derecho y periodistas que han sido perseguidos por ejercer su derecho a la libertad de expresión. Tawfik Bali, otro abogado defensor de presos de conciencia, fue condenado a seis meses de prisión por publicar en redes sociales lo que las autoridades consideraron «noticias falsas que perjudican el orden público». Estos casos no son meras coincidencias; son parte de una estrategia deliberada para intimidar y neutralizar a quienes defienden los derechos fundamentales en un contexto donde el espacio cívico se reduce día a día.
La situación es particularmente preocupante para los abogados, quienes, según los principios básicos de las Naciones Unidas sobre su rol, deberían poder ejercer sus funciones sin intimidación, obstrucción o acoso. Sin embargo, en Argelia, estos principios parecen ser letra muerta. El derecho a la libertad de expresión, creencia, asociación y reunión —garantizado por el principio 23 de la ONU— es sistemáticamente violado. Los abogados no solo enfrentan cargos judiciales por sus opiniones, sino que también son objeto de vigilancia y persecución, lo que socava su capacidad para defender a sus clientes de manera efectiva.
El régimen argelino ha justificado estas medidas represivas bajo el pretexto de proteger la «seguridad nacional» y el «interés público». Sin embargo, es evidente que estas acusaciones son meras cortinas de humo para encubrir una agenda autoritaria. La criminalización de la disidencia no solo debilita el Estado de derecho, sino que también erosiona la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Como bien señaló el abogado Slimane Alalli, «no se puede construir una nación fuerte y victoriosa sin libertad de expresión, sin la existencia de una oposición sólida y sin respeto por las opiniones divergentes».
El caso de Gharbi también pone de manifiesto la complicidad del sistema judicial en esta represión. Las leyes argelinas, en particular los artículos 144 y 196 del Código Penal, se han convertido en armas legales para silenciar a los críticos. Estas disposiciones, redactadas de manera vaga y amplia, permiten a las autoridades interpretarlas de manera arbitraria, lo que facilita su uso contra cualquier forma de disidencia. El resultado es un clima de miedo y autocensura, donde incluso las críticas más moderadas pueden tener consecuencias devastadoras.
En este contexto, la solidaridad entre los profesionales del derecho y los activistas de derechos humanos es más crucial que nunca. Las reacciones de apoyo a Gharbi y Bali, tanto dentro como fuera de Argelia, son un recordatorio de que la lucha por la libertad de expresión no puede ser silenciada. Sin embargo, esta solidaridad debe traducirse en acciones concretas, tanto a nivel nacional como internacional. Las organizaciones de derechos humanos, los gobiernos extranjeros y las instituciones internacionales deben ejercer presión sobre el régimen argelino para que respete los derechos fundamentales de sus ciudadanos.
La situación en Argelia es un recordatorio sombrío de que la libertad de expresión no es un lujo, sino una necesidad. Sin ella, no puede haber justicia, ni democracia, ni progreso. La represión sistemática contra periodistas y abogados no solo es una violación de los derechos humanos, sino también un ataque directo a los cimientos de cualquier sociedad que aspire a ser libre. En palabras de Munir Gharbi, «la libertad de expresión es el oxígeno de la democracia». Y en Argelia, ese oxígeno se está agotando rápidamente.
Mohamed BAHIA
18/02/2025