Una vez más, la sombra de la represión se cierne sobre Argelia. En las últimas horas, una oleada de arrestos ha sacudido el panorama político, poniendo en el centro del debate, una vez más, la delicada cuestión de las libertades individuales y la libertad de expresión. La detención y posterior liberación del activista Abdel Wakil Balam, tras ser interrogado por sus publicaciones en redes sociales, es solo la punta del iceberg de una situación que va más allá de casos aislados.
La etiqueta “Manich Radhi” (No estoy satisfecho), que se ha viralizado en las redes, se ha convertido en un catalizador de la disidencia, una expresión de descontento que no ha pasado desapercibida para las autoridades. Lo que llama la atención es la rapidez con la que esta etiqueta ha sido tachada de conspiración extranjera, concretamente “marroquí”, en un contexto de tensiones bilaterales ya conocidas. Este señalamiento, que ha llevado a la aparición de la contraetiqueta “Ana Maa Bladi” (Estoy con mi país), deja entrever una estrategia oficial para desviar la atención del malestar interno y canalizarlo hacia un enemigo externo.
¿Pero qué hay detrás de esta escalada de detenciones? ¿Por qué un simple hashtag en redes sociales puede generar tal reacción? La respuesta puede residir en el miedo. El miedo a la disidencia, a la crítica, a la posibilidad de un cambio que desafíe el status quo. El caso de Karim Tabbou, figura de la oposición que enfrenta restricciones a su libertad de expresión, es paradigmático. Se le impide publicar en redes sociales, una medida que, como bien señalan sus abogados, carece de fundamento legal. Es una forma sutil de silenciar una voz crítica, de sofocar cualquier atisbo de pensamiento divergente.
Lo más preocupante es que estas acciones no son casos aislados. La denuncia de organizaciones de derechos humanos, como “Shoaa”, que califica las detenciones de “arbitrarias”, refleja una tendencia preocupante. Se está criminalizando el derecho a la protesta, a la crítica, a la simple expresión de una opinión diferente. Los argumentos de que se busca «sembrar la discordia» son una excusa para acallar voces que deberían ser escuchadas.
Mohsen Belabbas, exlíder del RCD, lo ha expresado con claridad: se encarcela a hombres y mujeres no por actos delictivos, sino por sus ideas. Se castiga a quienes denuncian la corrupción, a quienes cuestionan el sistema, a quienes exigen un cambio. En esencia, se está castigando la libertad de pensamiento, un pilar fundamental de cualquier sociedad que se precie de ser democrática.
Y mientras tanto, el debate sobre el diálogo nacional sigue en el aire. El gobierno, con su discurso de “amenazas externas”, busca la cohesión nacional, un frente unido ante el peligro. La oposición, por su parte, si bien reconoce la existencia de dichas amenazas, reclama reformas profundas, un cambio de rumbo que garantice la democracia, la justicia y la prosperidad. La “lección” de Siria, como lo pone la “Jebhat al-Quwa al-Ishtirakiyya” (Frente de Fuerzas Socialistas), debería ser un llamado a la reflexión.
Pero, ¿cómo puede haber un diálogo genuino cuando se silencian las voces críticas? ¿Cómo se puede construir un futuro mejor cuando se encarcela a quienes piensan diferente? La respuesta es evidente: es imposible. La represión no es el camino. El diálogo, el respeto a las libertades, la garantía de los derechos humanos, es el único camino viable para Argelia.
Es hora de dejar de ver a la disidencia como una amenaza y empezar a verla como una oportunidad. Una oportunidad para construir una sociedad más justa, más libre, más próspera. De lo contrario, la espiral de las detenciones solo conducirá a una mayor fractura social y a un futuro incierto. El silencio, como bien dijo Belabbas, es el reflejo del miedo de toda una sociedad. Es hora de que Argelia hable, sin miedo, sin cadenas, sin mordazas.
25/12/2024









