29-09-2021
por: Rachid Achachi – Columnista.
«Después de la tempestad llega la calma», dicen. Un dicho, estoy de acuerdo, muy comprensivo, pero que no pesa mucho frente a la realidad implacable del equilibrio de poder entre naciones. Porque en las frías aguas de la geopolítica, incluso después de una tormenta, el clima siempre es brumoso.
Ahora, basta de metáforas climatológicas e intentemos ir al grano.
La reciente crisis diplomática que comenzó el pasado mes de abril entre Marruecos y España fue provocada inmediatamente por la recepción por parte de Madrid de Brahim Ghali, líder del Polisario, una entidad no reconocida por el derecho internacional, hostil a Marruecos y patrocinada por Argelia.
Una entrada en territorio español en flagrante violación tanto de las relaciones de buena vecindad con Marruecos como de la propia justicia. Cabe recordar a este respecto que la exministra de Asuntos Exteriores de España, Arancha González Laya, fue citada recientemente por el juez de instrucción del Juzgado de Zaragoza.
Sin embargo, esta crisis debe inscribirse en un paréntesis cronológico más amplio que comienza al menos a corto plazo, con el reconocimiento estadounidense del carácter marroquí del Sáhara, esta patada diplomática en el hormiguero, pero que se inscribe en un imaginario político español más profundo.
Este último tiene sus raíces en la conquista árabe de Andalucía.
La Reconquista del siglo XV, con todas las depuraciones etnoconfesionales a las que dio lugar, fue desde este punto de vista el fermento de una gran novela nacional, de un mito fundacional, que sin embargo no ocultaba esta obsesión del «Páramo».
Marruecos, aunque menos desarrollado y menos poderoso militarmente que España, y a fortiori que el mundo occidental, sigue siendo percibido y sobre todo presentado como un enemigo casi natural por Madrid, condicionando así una doctrina diplomática en la negación total de la realidad.
Un factor explicativo radica en la incapacidad, tanto de los otomanos del este como de la España de los Habsburgo en su apogeo, para domesticar Marruecos.
Sobre todo porque la epopeya colonial en el norte de Marruecos de una España cansada y degradada por sus vecinos británicos y franceses a principios del siglo XX terminó en una derrota humillante, la de Anoual, contra tribus en armamento rudimentario, pero caracterizada por un feroz apego a libertad tanto como a su tierra.
Una derrota cuyos ecos aún resuenan en la mente de parte de la élite española, ávida de venganza.
Pero a regañadientes, Madrid debe admitir que su pertenencia a la UE, así como a la OTAN, nunca le permitirá negociar, y mucho menos hacer de Marruecos su pre-plaza.
¿Qué alternativa? Uno de ellos es liberar la historia de las garras de la política y entregársela a los historiadores que la cuidarán mejor. Porque no, Marruecos no sueña con reconquistar Andalucía, y los corsarios de Salé ya no cruzan el Atlántico.
La realidad contemporánea es bastante diferente. Es el de un Marruecos políticamente estable, respetuoso del derecho internacional y ansioso por el desarrollo económico y la prosperidad. La buena vecindad es una condición sine qua non.
El 20 de agosto SM el Rey preparó el escenario para una nueva dinámica diplomática con España, pero eso no significa que volvamos a la pauta de antes.
La historia nunca conoce un regreso al frente, sino nuevas formas de reinventar el presente. Porque a partir de ahora, el expediente de Ceuta y Melilla lo ha vuelto a poner sobre la mesa Rabat, y no pensamos soltarlo.
Del lado español, Arancha González Laya es ahora una ofrenda de sacrificio sacrificada en el altar de las buenas relaciones con Marruecos.
Y recientemente, una conversación telefónica entre nuestros dos cancilleres sugiere la próxima organización de un encuentro diplomático con, ojalá, el desencadenamiento de una nueva dinámica capaz de pasar página de una crisis diplomática de la que hemos salido crecidos y reforzados.
Porque, al final, es hora de entender que España no está luchando contra Marruecos, sino luchando contra las fantasías que nos proyecta y nos atribuye.
Es irónico, sin embargo, que la tierra de Cervantes parezca olvidar que no tiene sentido luchar contra los molinos de viento.
Donde el imaginario español sigue viendo moros, es cuestión de aprender a verlos como un vecino políticamente estable, seguro en términos de seguridad y económicamente prometedor.