París despierta este lunes con un aire contenido, entre el vaivén judicial y la memoria política. En los pasillos solemnes de la Corte de Apelaciones, los jueces examinan la solicitud de libertad de Nicolas Sarkozy, quien, a sus 70 años, afronta el tramo más áspero de su vida pública. No es un político más: fue presidente de Francia, figura clave en la derecha europea, y hoy —por primera vez en la historia del país y también de la Unión Europea— un exmandatario duerme tras los muros de una prisión.
Desde el 21 de octubre, Sarkozy está recluido en la célebre cárcel de la Santé, tras haber sido condenado el pasado 25 de septiembre a cinco años de prisión por “asociación de malhechores” en el llamado caso del financiamiento libio de su campaña presidencial de 2007. El tribunal consideró la gravedad “excepcional” de los hechos y, en consecuencia, ordenó el ingreso inmediato en prisión del antiguo jefe de Estado.
El recurso interpuesto por su defensa condujo a la audiencia clave celebrada este 10 de noviembre. La Fiscalía General ha recomendado su liberación bajo un estricto control judicial, una fórmula intermedia entre la prisión y la libertad plena: Sarkozy podría salir, pero bajo vigilancia y con limitaciones precisas. La Cámara de Apelaciones dará su veredicto a las 13:30, momento que promete captar la atención de toda Europa.
Durante la sesión, el expresidente apareció en videoconferencia. Con voz mesurada pero visiblemente afectada, afirmó que la experiencia de la cárcel ha sido “extenuante” y aprovechó para reconocer la humanidad del personal penitenciario, “capaz de hacer soportable un auténtico infierno”. Sus palabras, que mezclan dignidad y quebranto, contrastan con la dureza del proceso judicial que aún tiene por delante.
Sarkozy denuncia una persecución motivada, según él, por el rencor político. Tras recurrir su condena, su estancia en prisión es considerada una detención provisional, no el cumplimiento de la pena definitiva. Sin embargo, el daño simbólico ya está hecho: Francia, protectora de la noción republicana de igualdad ante la ley, se enfrenta a un espejo incómodo.
Nunca antes un expresidente había vivido este tránsito tan literal del poder al presidio. En un país donde la justicia suele moverse con la lentitud de un péndulo, el caso Sarkozy marca un hito jurídico y, quizá, un cambio de era política. No es solo el destino del hombre lo que está en juego, sino también la autoridad del Estado que un día dirigió.
A las puertas del Palacio de Justicia, los curiosos se mezclan con los periodistas y los manifestantes. El murmullo general deja entrever una suerte de estupor colectivo: ¿puede un país mantener su equilibrio democrático cuando interroga a sus propios símbolos? A esa pregunta, más allá del fallo de hoy, Francia deberá responder con la serenidad que solo las viejas democracias se permiten —esas que, con el corazón en vilo, confían aún en la fuerza implacable del derecho.
10/11/2025









