El reloj nuclear del mundo vuelve a moverse con un tic más inquietante. A solo unos meses de que venza el último tratado que mantiene a raya los arsenales estratégicos de Estados Unidos y Rusia, los dos gigantes atómicos se enzarzan en una peligrosa coreografía de fanfarronería y amenaza. Donald Trump, fiel a su estilo de pólvora y tuit, ha prometido reactivar los ensayos nucleares que su país abandonó hace más de tres décadas. Vladímir Putin, siempre dispuesto a dramatizar el poderío militar ruso, presume de tener armas capaces de borrar del mapa ciudades enteras.
Lo que hasta hace poco parecía un tema de museos —el control armamentístico, los acuerdos de verificación, las pruebas bajo tierra en Nevada o Novaya Zemlya— ha regresado con fuerza al debate global. Y lo ha hecho en un contexto geopolítico que combina la nostalgia de la Guerra Fría con la volatilidad de una red social.
La diplomacia agotada y el ruido de los silos
El anuncio de Trump, realizado justo antes de reunirse con Xi Jinping en Busán, agitó los cimientos de la comunidad diplomática. Entre la bruma de sus declaraciones se perdió el matiz: nadie tenía claro si hablaba de ensayos “virtuales” —simulaciones o pruebas de sistemas— o de explosiones reales, prohibidas de facto desde 1992. Horas después, el propio presidente zanjó las dudas con su habitual desparpajo: “Vamos a hacer como los demás”, dijo, justificando los ensayos con la lógica de quien prueba un coche nuevo.
Mientras en Washington los portavoces intentaban apagar el incendio semántico, Moscú lo aprovechaba para alimentar sus propias brasas. Putin presentó al mundo el torpedo Poseidón, un dron submarino de propulsión nuclear con potencia suficiente —según el Kremlin— para generar un “tsunami radioactivo”. También exhibió el Burevestnik, un misil de crucero con supuesta autonomía ilimitada. Ambos proyectos, más que armas listas para el combate, son hoy símbolos: recordatorios de que Rusia sigue sabiendo rugir cuando se siente acorralada.
El vacío después del tratado
El problema de fondo es jurídico y político. El New START, firmado en 2010, es la última muralla que separa la contención de la carrera armamentística. Su expiración prevista deja el tablero sin líneas rojas y sin inspectores que puedan verificar nada. Con ello, se abre la puerta a un paisaje peligroso donde la desconfianza reemplaza a las firmas y cada ensayo se convierte en un comunicado estratégico.
China, que Trump quiere incluir en cualquier nuevo pacto, observa desde la barrera: su arsenal es mucho más modesto, y no ve motivo alguno para atarse de manos mientras las dos superpotencias afinan sus misiles.
Retórica atómica y política doméstica
El uso de la amenaza nuclear como instrumento político ya no se limita a los comunicados militares. Trump la incorpora a su repertorio de campaña, como una prueba de fuerza ante la audiencia interna: un presidente que “no teme apretar el botón” suena, para parte de su electorado, a un líder con agallas. Putin, por su parte, la usa como eco de disuasión frente a Occidente en plena guerra de desgaste en Ucrania. Ambos transforman el apocalipsis en un lenguaje cotidiano, lo que quizá sea el verdadero riesgo: la normalización de lo impensable.
Un planeta en modo ensayo
Mientras los ministros discuten protocolos y los think tanks redactan escenarios, las cifras hablan solas. Estados Unidos y Rusia concentran cerca del 90% de las más de 12.000 armas nucleares del planeta. Tras ellas, un puñado de países con capacidades limitadas completan el inquietante club. Ninguno parece dispuesto a reducir, y varios —de India a Corea del Norte— siguen avanzando.
En este mundo de silos digitales y discursos incendiarios, el control atómico parece un vestigio de otro siglo. Y, sin embargo, su necesidad nunca ha sido mayor. El fin del New START no sería solo el cierre de un documento: sería el regreso a la era del cálculo a ciegas, donde la paz depende del pulso de los hombres que aman los titulares más que las treguas.
El planeta, por ahora, sigue intacto. Pero la distancia entre la retórica y la detonación parece acortarse con cada declaración. Y cuando el poder nuclear vuelve a sonar como argumento electoral o herramienta de orgullo nacional, conviene recordar que la única guerra que nadie puede ganar sigue siendo la misma: la que empieza con una luz demasiado brillante para contarlo después.
Mohamed BAHIA
10/11/2025









