Hay ciudades que desaparecen primero del mapa antes de borrarse de la conciencia colectiva. El-Fasher, capital histórica de Darfur del Norte, está viviendo ese proceso a cámara lenta y brutal. Diez días después de caer bajo el control de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), la milicia del general Hemedti, la urbe se ha quedado sin comunicaciones, aislada del resto de Sudán y del mundo. Lo que se sabe llega por vías desconcertantes: imágenes satelitales que muestran fosas comunes, y vídeos que los propios verdugos publican en las redes sociales, entre burlas y risas, como si registraran una hazaña y no un crimen.
Según organizaciones humanitarias y miembros de la diáspora sudanesa, El-Fasher albergaba unos 250 000 habitantes antes de la ofensiva. Alrededor de 70 000 lograron huir. Nadie sabe qué ocurrió con los demás. Médicos, voluntarios, trabajadores de cocina comunitaria… nombres y rostros que se han desvanecido en el silencio digital más absoluto. Los hospitales, entre ellos el saudí, parecen haber sido escenario de ejecuciones selectivas. El apagón informativo hace imposible la verificación independiente, pero las coordenadas de las fosas y los vídeos grabados por los milicianos hablan por sí solos.
El caso más perturbador es el del brigadier Abu Lulu –nombre real, al‑Fateh Abdullah Idriss–, motejado como “el carnicero del siglo”. En uno de los clips más compartidos, se le ve reír mientras apunta a un grupo de civiles de rodillas; segundos después, dispara a quemarropa. Tales escenas, difundidas desde su propia cuenta de TikTok con decenas de miles de seguidores, han estremecido a la opinión pública internacional. Aunque las RSF anunciaron su arresto tras la indignación inicial, fue liberado días después y reapareció, impune, en otro frente de combate.
La paradoja es atroz: mientras El-Fasher se hunde en el silencio, los nuevos señores de la guerra transmiten su barbarie en tiempo real. Las redes sociales se han convertido en el único testigo ocular de una masacre que nadie puede documentar sobre el terreno. Los vídeos, enfermos de exhibicionismo, podrían acabar siendo las pruebas más sólidas ante futuros juicios por crímenes de guerra o de lesa humanidad.
El patrón, por desgracia, resulta familiar en la larga agonía sudanesa: la desaparición del Estado, la multiplicación de grupos armados con mando difuso y una población rehén de su geografía. Lo inédito esta vez es la dimensión performativa del horror: jóvenes soldados que matan ante una cámara, se graban junto a cadáveres y luego comparten el material en las mismas plataformas donde adolescentes de todo el mundo suben bailes o bromas.
La Corte Penal Internacional ha advertido que podría abrir de inmediato una investigación por las atrocidades cometidas en Darfur. Pero sobre el terreno no hay jueces, ni periodistas, ni testigos vivos que puedan hablar sin riesgo. Solo quedan los algoritmos que archivan, sin emoción ni contexto, fragmentos de la barbarie. Y mientras el planeta desliza el dedo hacia la siguiente historia viral, El-Fasher se hunde más en la oscuridad, convertida en una ciudad mártir en tiempos de conexión permanente.
07/11/2025









