La historia reciente de Siria acaba de registrar un giro tan simbólico como revelador. el Consejo de Seguridad de la ONU ha levantado las sanciones contra el presidente interino Ahmed al‑Charaa, el hombre que pasó de ser un combatiente islamista a convertirse en la cara de una Siria que intenta reinsertarse en la comunidad internacional. Lo que hace unos años habría parecido un disparate diplomático se presenta hoy como una jugada calculada para estabilizar Oriente Medio y cerrar uno de los expedientes más envenenados del siglo XXI.
El gesto, promovido por Washington y respaldado por una mayoría aplastante en el Consejo, pone oficialmente fin a la prohibición de viaje, el congelamiento de activos y el embargo de armas que pesaban sobre al‑Charaa y su ministro del Interior, Anas Khattab. Solo China se abstuvo, preocupada —dijo su embajador— por la persistencia de “combatientes extranjeros” que podrían aprovechar la frágil situación de seguridad siria.
Para entender el alcance de esta decisión, hay que retroceder a 2023, cuando las milicias de al‑Charaa derribaron el régimen de Bachar al‑Asad tras años de agotamiento militar y colapso económico. En ese momento, el nuevo líder prometió un pacto nacional, la erradicación de los restos del extremismo y una política de puertas abiertas hacia el mundo árabe y Occidente. Dos años después, el levantamiento de las sanciones es, en esencia, la validación de que su transición —de yihadista a estadista— ha sido lo bastante convincente para los principales actores globales.
El embajador estadounidense en la ONU, Mike Waltz, no ocultó su entusiasmo: “La Siria que emerge hoy no es la de las armas químicas ni la de los campos de desplazados, sino la de un Estado que busca reconstruirse a partir de la responsabilidad y la cooperación internacional”. Detrás de esa frase se esconde también un cálculo político más amplio: Arabia Saudí y Egipto apoyan ya el nuevo proceso de reconstrucción; Turquía normalizó discretamente sus contactos con Damasco, y Estados Unidos ve en la estabilidad siria una pieza clave para contener la expansión de Teherán.
El propio al‑Charaa, que viajará a Washington la próxima semana —el primero de su país en cruzar el umbral de la Casa Blanca—, encara la visita como el punto culminante de su reivindicación política. Donald Trump, en su estilo habitual, ya ha tuiteado que “Siria vuelve a la comunidad de las naciones gracias al liderazgo fuerte y a la lucha contra el terrorismo”. En otras palabras, la realpolitik más cruda vuelve a imponerse sobre los juicios morales; de enemigo público internacional a socio útil, en un parpadeo.
En Damasco, la reacción oficial ha mezclado orgullo y alivio. El ministro de Exteriores, Assad al‑Chaibani, celebró en su cuenta de X que el país “recupera la confianza del mundo” y el embajador sirio ante la ONU, Ibrahim Olabi, habló sin ambages de una “nueva era” y de la voluntad de “devolver Siria a su lugar legítimo entre las naciones”.
Pero bajo el barniz triunfal, persisten las contradicciones. La guerra dejó más de medio millón de muertos y un país en ruinas. Las estructuras institucionales están en proceso de reconstrucción, y los desafíos —desmantelar las redes del narcotráfico, repatriar refugiados, restaurar servicios básicos— son colosales. Aun así, la comunidad internacional parece sedienta de buenas noticias en una región acostumbrada a los fracasos diplomáticos.
El levantamiento de las sanciones no es solo un gesto técnico; es el boletín de notas de una década de violencia, una admisión colectiva de que la reintegración de Siria, incluso bajo la sombra de su pasado, es preferible al vacío político que dejó al‑Asad. Hoy, bajo el brillo frío de los focos del Consejo de Seguridad, la pregunta que queda en el aire es si Ahmed al‑Charaa podrá mantener la metamorfosis que lo llevó de los campos de batalla a los despachos del poder. La confianza, de nuevo, será la moneda más volátil de Oriente Medio.
07/11/2025









