Israel vive días de vértigo político y moral. Lo que comenzó como la renuncia de una alta funcionaria se ha transformado en un terremoto que sacude la confianza en las instituciones de seguridad del país. La protagonista —la general Yifat Tomer-Yerushalmi, hasta hace una semana fiscal militar del ejército israelí— pasó de ser una figura respetada en la jerarquía castrense a convertirse en símbolo de la descomposición de la cadena de mando y de la crisis ética que azota al Estado hebreo.
El caso tiene todos los ingredientes de un thriller político: una renuncia inesperada, una desaparición que movilizó drones militares, una reaparición en la playa de Tel Aviv y, finalmente, una orden judicial de prisión preventiva por presunto fraude y abuso de confianza. Cada episodio expone la tensión entre la legalidad, el poder político y los límites del silencio institucional.
Todo estalló cuando la propia Tomer-Yerushalmi admitió haber autorizado el filtrado de un video que mostraba la agresión sexual de varios soldados contra un prisionero palestino en el penal militar de Sde Teiman. Su intención —según explicó— era denunciar abusos que su oficina no lograba frenar. Pero el gesto, aplaudido por defensores de derechos humanos, fue interpretado por el bloque gobernante como una traición a la lealtad institucional. La fiscal fue empujada a dimitir bajo una tormenta de ataques mediáticos y campañas de descrédito orquestadas desde la ultraderecha.
Cuando desapareció dejando su coche junto a la costa, el país vivió unas horas de angustia colectiva. Las redes sociales se llenaron de hipótesis —desde un intento de suicidio hasta una fuga deliberada—. Al ser hallada con vida, la empatía se esfumó y dio paso al linchamiento digital. Para los voceros más radicales del oficialismo, el episodio era una “maniobra teatral” para destruir pruebas.
Más allá de lo novelesco, el escándalo destapa un problema estructural: la politización del ejército y del sistema judicial militar. En los últimos dos años, una cascada de renuncias y destituciones ha dejado a los principales puestos de seguridad en manos de perfiles identificados con el primer ministro Benjamín Netanyahu y su alianza ultranacionalista.
El trasfondo concreto —la brutal agresión al prisionero palestino— ha sido eclipsado por el fuego cruzado político. Diversas investigaciones, incluidas las de medios internacionales, ya habían documentado casos de tortura en Sde Teiman mucho antes del video filtrado. Aquella grabación simplemente levantó el velo.
Sin embargo, la narrativa oficial ha desplazado el foco hacia la supuesta “mala conducta” de la fiscal. Así, la indignación popular se ha reorientado no hacia las atrocidades captadas en cámara, sino hacia quien las expuso. Fue, en cierto modo, una ejecución simbólica por exceso de conciencia.
El analista Yohanan Plesner, del Instituto de la Democracia de Israel, cree que este episodio refleja con precisión quirúrgica la división tóxica que atraviesa a la sociedad israelí desde antes del ataque de Hamás en 2023. “La ira se dirige a la mensajera para no mirar lo que revela el mensaje”, señala.
El eco histórico es inquietante. Mientras Tomer-Yerushalmi comparecía ante el tribunal, el gobierno conmemoraba los 30 años del asesinato de Yitzhak Rabin, símbolo de un país que se destrozó a sí mismo entre el odio interno. Hoy, Israel parece repetir aquella lección no aprendida: cuando el Estado confunde lealtad con silencio, la verdad acaba encarcelada.
04/11/2025









