Carlos Mazón, el líder que llegó a la presidencia de la Generalitat Valenciana con la promesa de un nuevo impulso institucional, ha anunciado este lunes su dimisión entre lágrimas, desgaste y sospechas. Su salida cierra —al menos en apariencia— un ciclo de tensión política y descrédito moral que comenzó el 29 de octubre de 2024, con la riada que dejó 229 muertos en la provincia de Valencia y una gestión que desde entonces ha perseguido su nombre como un eco inevitable.
“Ya no puedo más”, dijo Mazón en una declaración institucional sin preguntas, tras meses en los que cada paso se interpretaba como maniobra defensiva o gesto de supervivencia. No aclaró cuándo hará efectiva su renuncia, ni quién ocupará su puesto, pero apeló a la “responsabilidad” de la mayoría parlamentaria de PP y Vox para designar un nuevo presidente. Tampoco convocará elecciones autonómicas; seguirá siendo diputado, y por tanto aforado, mientras “descansa” por motivos médicos.
La suma de tragedia y política resulta, una vez más, explosiva. La dimisión llega mientras la jueza de Catarroja interroga a testigos sobre los hechos de la dana —la tormenta que anegó la comunidad y desató una tormenta aún mayor en la política valenciana—. Ese día, Mazón fue fotografiado en un restaurante, rodeado de teléfonos y dudas, mientras el agua ascendía en los cauces del Poyo. La periodista Maribel Vilaplana, que lo acompañaba, declaró este lunes que “no dejó de recibir llamadas”, una frase que no despeja, sino que multiplica las preguntas.
La despedida del ya ex president no ha aplacado las críticas. Desde Compromís hasta el PSPV-PSOE, pasando por Unidas Podemos e Izquierda Unida, las reacciones han sido unánimes: la dimisión “llega tarde y mal”. Pedro Sánchez, Montero, Ribera y otros altos cargos del Gobierno central declararán ante la comisión que investiga la gestión de la catástrofe. El caos político amplía su alcance hacia Madrid, donde PP y Vox vuelven a enfrentarse a su propio espejo.
Mientras tanto, la calle también habla. Centenares de personas se han concentrado en Valencia bajo el lema “Mazón no ha dimitido, lo hemos hecho caer”. Para ellas, su salida no es un gesto de responsabilidad, sino la consecuencia de la presión social de un año entero de manifestaciones.
El PP intenta contener el incendio institucional. En Génova, Feijóo busca cerrar filas y evitar que la crisis valenciana arrastre al partido nacional en vísperas del juicio al fiscal general. Pero incluso dentro del PP valenciano el desconcierto es palpable. “Puede pasar cualquier cosa”, confiesa un dirigente local. Ninguno sabe si Vox facilitará un gobierno de transición o empujará hacia elecciones anticipadas.
El Gobierno central, por su parte, ha aprovechado para reivindicar las ayudas desplegadas: más de 1.200 millones invertidos, según el Ministerio para la Transición Ecológica, y un mensaje inequívoco: “No hemos rechazado ni una sola petición de apoyo”. Los autos judiciales respaldan esa versión, atribuyendo los fallos al ámbito autonómico.
El legado de Mazón queda, así, dividido entre su gestión polémica de la dana y su alianza con Vox, que desdibujó la frontera entre conservadurismo y extremismo en Valencia. Lo que iba a ser un proyecto de recuperación política se convierte finalmente en una lección amarga sobre la fragilidad del poder y la memoria de las tragedias.
En el Palau de la Generalitat, su última frase quedó flotando con un tono de confesión contenida: “Quizás mi marcha haga que se enfoque esta tragedia como se requiere.”
Quizá. Pero en la Comunidad Valenciana, las víctimas siguen reclamando no solo enfoque, sino justicia, y un relato político que no se escriba —una vez más— sobre el lodo.
03/11/2025









