Lo que ocurre en Gaza no admite eufemismos: es un genocidio. Día tras día, decenas de vidas son arrancadas por la violencia sistemática e incuestionablemente desproporcionada de un Estado que ha convertido la ocupación en un método de exterminio, ignorando hasta los más básicos principios del derecho internacional. Frente a esta realidad, los gobiernos del mundo se enredan en intereses económicos, geopolíticos y silencios cómplices. Algunos fingen neutralidad, otros justifican lo injustificable, y muchos más optan por la inacción, dejando a su suerte a un pueblo sitiado.
Pero ahí donde los Estados se desmoronan moralmente, la sociedad civil ha emergido con dignidad. Millones de personas en distintos continentes se han tomado las calles, levantado pancartas, boicoteado productos, impulsado campañas digitales, recaudado fondos, organizado ayuda humanitaria y exigido, a viva voz, un alto al fuego inmediato. En Londres, Berlín, Nueva York y decenas de capitales más, marchas multitudinarias han paralizado el tráfico y llenado plazas con un clamor inequívoco: “Stop the genocide”. En universidades como Columbia, Harvard o la Complutense de Madrid, estudiantes y docentes levantaron campamentos permanentes en solidaridad con Gaza, aun sabiendo que se exponían a sanciones, arrestos y represión.
Sindicatos portuarios en ciudades como Oakland o Génova se negaron a cargar barcos con destino a Israel, transformando el derecho laboral en un acto de resistencia ética. En México, miles de personas se concentraron frente a la Embajada de Estados Unidos y en el Monumento a la Revolución bajo el lema “Ola de la Paz”, uniendo protesta política con arte y música para exigir el rompimiento de relaciones con Israel. Y en la colonia Roma de Ciudad de México, diversos artistas plásticos como Gabriel Macotela o Demián Flores realizaron una “pintada de desesperación”, interviniendo muros con imágenes del asedio palestino para romper el silencio urbano.
En España, el deporte también se convirtió en trinchera ética. Durante la Vuelta Ciclista, manifestantes desplegaron banderas palestinas, interrumpieron recorridos y forzaron la cancelación de la etapa final en Madrid, recordando que ninguna celebración deportiva puede normalizar la matanza diaria de inocentes. El arte ha sido otra punta de lanza de la dignidad. En Canarias, un colectivo lanzó cometas desde el Auditorio Alfredo Kraus como símbolo de libertad y resistencia, destinando fondos a la comunidad palestina local. En Madrid, figuras culturales como Pedro Almodóvar y Miguel Ríos leyeron en Puerta del Sol los nombres de más de 18.000 niños asesinados en Gaza, un acto de memoria viva contra el olvido. Y en festivales europeos como el FIB y el Morriña Fest, artistas como Residente cancelaron presentaciones al denunciar la complicidad financiera de empresas vinculadas con la ocupación israelí.
Incluso en el mar, la dignidad civil se abre camino: la Flotilla de la Libertad y la Flotilla Global Sumud integrada por activistas internacionales, ha zarpado con ayuda humanitaria hacia Gaza, desafiando el bloqueo israelí y recordando que la solidaridad no reconoce fronteras cuando la vida está en juego, inclusive cuando han sido atacados. Estas acciones no son gestos menores ni anecdóticos. Representan la fuerza viva de valores fundamentales que los Estados abandonaron: la justicia, la igualdad, la defensa de la vida, la memoria histórica frente a la repetición de crímenes atroces. Es la gente de a pie, la ciudadanía común, quien se rehúsa a aceptar como normal el asesinato cotidiano, el despojo y el hambre convertidos en armas de guerra.
Hay un contraste brutal y a la vez revelador: mientras cancillerías calculan beneficios energéticos y venden armas, ciudadanos levantan la voz y ponen el cuerpo para llenar el vacío que los poderosos dejan con alevosía. No se trata de ingenuidad: la sociedad civil sabe que no basta con denunciar, pero también sabe que callar es volverse cómplice. Y en ese espacio, en esa grieta entre la política institucional y la conciencia ética, florece una resistencia que incomoda porque expone la cobardía de los gobiernos.
Nombrar lo que sucede en Gaza como genocidio no es un exceso retórico, es un deber. Y señalar la complicidad de los Estados tampoco es una exageración, es una constatación. Pero junto con la indignación, es necesario reconocer que hay una humanidad que se niega a doblegarse. Que desde la calle, desde las aulas, desde los muelles, desde las embajadas, desde los escenarios artísticos, los festivales, el deporte y hasta en los barcos que surcan el Mediterráneo, se está levantando un muro ético contra la barbarie. Los pueblos lo entienden mejor que sus dirigentes: el silencio no es neutralidad, es traición a la dignidad humana. Y esa dignidad, hoy, la está defendiendo la sociedad civil global, con la claridad y el coraje que a los gobiernos les falta.
José Daniel Rodríguez Arrieta
Politólogo
MSc. en Estudios Avanzados en Derechos Humanos
17/09/2025