En el palacio del Elíseo, los pasillos susurran los nombres de los caídos. La guillotina política, implacable, ha vuelto a caer, esta vez sobre el veterano François Bayrou. Y en esta danza macabra de primeros ministros que ha definido el segundo mandato de Emmanuel Macron –el quinto en apenas tres años, un récord que pulveriza la legendaria estabilidad de la V República–, el presidente francés ha hecho su movimiento más audaz y, quizás, el más desesperado: entregar las llaves de Matignon a Sébastien Lecornu, un hombre de orden, su fiel ministro de las Fuerzas Armadas.
La decisión, anunciada en la noche del martes, no es un simple cambio de cromos. Es una declaración de guerra. En un momento en que el país se prepara para una jornada de parálisis total convocada por movimientos sociales que amenazan con «bloquearlo todo», Macron no elige a un diplomático, sino a un estratega. No busca a un constructor de puentes, sino a alguien acostumbrado a gestionar escenarios de crisis y a dar órdenes. A sus 39 años, Lecornu, un tránsfuga de la derecha tradicional que se convirtió en uno de los pilares del macronismo, representa la última apuesta por la autoridad en un régimen que ha perdido el control de la narrativa y de la calle.
La misión encomendada es, en la práctica, casi suicida. El comunicado del Elíseo habla con elegancia de «consultar a las fuerzas políticas» para «construir los acuerdos indispensables». La cruda realidad es que Lecornu ha sido enviado a un parlamento hostil y fragmentado a mendigar apoyos para aprobar un presupuesto, una tarea que ya hizo caer a sus predecesores. Es un primer ministro sin mayoría, nombrado no para gobernar, sino para sobrevivir. Un gobierno de trinchera.
El simbolismo de la elección es brutal. La ceremonia de traspaso de poderes en Matignon coincidirá, en una ironía casi perfecta, con el estallido de una protesta nacional masiva. Mientras la élite política escenifica su ritual de continuidad, en las calles, rotondas y aeropuertos de Francia rugirá el descontento. Es la imagen de dos Francias que ya no se hablan, que viven en realidades paralelas: la del poder formal y la de la ira popular.
La reacción del arco político ha sido la crónica de un rechazo anunciado. Para Jean-Luc Mélenchon, es una «triste comedia» que solo puede terminar con la salida del propio Macron. Para la ecologista Marine Tondelier, una «provocación» que «terminará mal». Y para Marine Le Pen, la lectura más afilada: Macron ha disparado «la última bala del macronismo», allanando el camino para que su sucesor sea Jordan Bardella. Solo desde su antiguo partido, Los Republicanos, ahora al frente del Ministerio del Interior saliente, llega una tímida oferta de diálogo por parte de Bruno Retailleau, más por instinto de supervivencia que por convicción.
El nombramiento de Sébastien Lecornu no es una solución a la crisis francesa; es el síntoma más agudo de ella. Es la huida hacia adelante de un presidente acorralado, que confunde autoridad con autoritarismo y que se atrinchera junto a sus leales mientras el país se desangra en una crisis de confianza sin precedentes. La pregunta que flota sobre el cielo de París no es si Lecornu tendrá éxito, sino si su nombramiento no es, en sí mismo, la chispa que termine de incendiar la pradera.
Mohamed BAHIA
10/09/2025