La noche en el Mediterráneo ya no es un remanso de paz. Para los activistas de la Flotilla de la Libertad, atracados en el puerto de Túnez, se ha convertido en un lienzo para una guerra de sombras. Por segunda vez en menos de 24 horas, un zumbido casi imperceptible ha rasgado el aire, seguido por el destello de una pequeña explosión. Esta vez, el objetivo fue el buque Alma. El proyectil, preciso y de bajo impacto, provocó un incendio menor en cubierta. No hubo heridos, pero el mensaje fue inequívoco y brutalmente claro: os estamos vigilando, podemos alcanzaros cuando queramos y donde queramos.
Lo que está ocurriendo en las aguas nominalmente soberanas de Túnez no es un simple acto de sabotaje. Es una exhibición de poder, una sofisticada operación de guerra psicológica diseñada para desmantelar una misión humanitaria antes de que esta llegue a levar anclas. El modus operandi –ataques quirúrgicos con drones, de noche, sin causar víctimas pero maximizando el factor miedo– delata una autoría con capacidad tecnológica y de inteligencia de primer nivel. Aunque no hay reivindicación oficial, todas las miradas, y las acusaciones directas de los organizadores, apuntan a Israel.
Estamos presenciando una escalada asimétrica del conflicto de Gaza, exportada a miles de kilómetros de distancia. La flotilla, concebida como un acto de desobediencia civil y un desafío mediático al bloqueo israelí, se ha convertido en un frente de batalla. El objetivo de los ataques no es hundir los barcos –lo que provocaría una crisis diplomática mayúscula–, sino quebrar la moral de sus 250 tripulantes. Cada zumbido en la noche, real o imaginado, es una gota de veneno en la moral del colectivo. Como admitía la activista irlandesa Tara Sheehy, es un recordatorio del “riesgo que asumen” frente a “uno de los mayores ejércitos del mundo”.
La respuesta de las autoridades tunecinas añade otra capa de complejidad al tablero. Su atribución inicial del primer incidente a “la explosión de un encendedor o una colilla” resulta, como poco, inverosímil. Revela la incómoda posición de un país anfitrión que ve cómo un conflicto extranjero se libra en su propio puerto, convirtiendo su soberanía en un concepto frágil. Ahora, con un segundo ataque idéntico, la negación se vuelve insostenible y la presión diplomática, ineludible.
A bordo, la atmósfera es una mezcla tóxica de miedo y determinación. Figuras de alto perfil internacional como Greta Thunberg o Ada Colau no solo atraen los focos de los medios, sino que elevan el perfil de los objetivos. Para activistas veteranos como el palestino Sami Al Soos, estos ataques no son una sorpresa, sino la confirmación de la naturaleza del adversario al que se enfrentan. “Para un Estado que está cometiendo un genocidio, esto no significa nada”, declara con una dureza que refleja la de un conflicto sin reglas aparentes.
La Flotilla de la Libertad, por tanto, ha dejado de ser únicamente una misión de ayuda humanitaria. Se ha transformado, por la fuerza de los hechos, en un teatro de operaciones simbólico. Los drones no solo transportan pequeños proyectiles; transportan un mensaje de disuasión y alcance global. La pregunta ya no es si los barcos zarparán, sino qué les espera en mar abierto, lejos de la relativa seguridad de un puerto y de los testigos presenciales. El Mediterráneo, cuna de civilizaciones, se convierte una vez más en el tablero de un juego letal donde las próximas jugadas se harán sin cámaras y bajo un cielo vigilado por ojos invisibles.
Mohamed Bahia
10/09/2025