El asfalto de París hierve, y no es por el calor del final del verano. Es la temperatura de una nación en crisis, de una sociedad fracturada que hoy, 10 de septiembre de 2025, se asoma a un abismo de incertidumbre. Mientras el recién nombrado primer ministro, Sébastien Lecornu, apenas calienta su sillón en Matignon tras la humillante caída del gobierno por una moción de censura, un fantasma recorre Francia: un movimiento sin rostro ni líder visible, nacido en las entrañas digitales de Telegram y redes sociales, que ha lanzado un órdago de dimensiones colosales bajo un lema que es, a la vez, una amenaza y una declaración de intenciones: “Bloquons tout” (“Paralicémoslo todo”).
No estamos ante una huelga tradicional. Esto es otra cosa. Es la evolución del descontento en la era de la desinformación y la desconfianza. Olvídense de las sedes sindicales y los portavoces oficiales. El epicentro de este pulso sísmico es una red descentralizada de ciudadanos que se organizan a través de canales cifrados, compartiendo un manual de guerrilla urbana para el siglo XXI. El objetivo es simple y brutalmente ambicioso: provocar un cortocircuito total en la vida cotidiana de la quinta economía mundial.
El plan de batalla es una coreografía del caos. Las convocatorias, más de 600 diseminadas por todo el territorio, apuntan a las arterias vitales del país. Se planea el bloqueo del périphérique, la circunvalación de París y la autopista más transitada de Europa, así como el asedio a puertos petroleros, plataformas logísticas y accesos a los principales aeropuertos. La Dirección General de Aviación Civil ya ha pedido a las aerolíneas que reduzcan sus vuelos, anticipando un día negro. Otros activistas proponen acciones más sutiles pero cargadas de simbolismo, como cubrir los periódicos de ultraderecha en los quioscos con cabeceras de izquierda, en una batalla cultural que se libra en cada esquina.
La respuesta del Estado, o lo que queda de su autoridad tras la reciente crisis política, es una demostración de fuerza. El ministro del Interior saliente, Bruno Retailleau, ha movilizado a 80.000 policías y gendarmes. En París, el prefecto Laurent Nuñez ha sido tajante: no habrá «ninguna tolerancia con el vandalismo» y la intervención será «sistemática». El mensaje es claro: el orden se mantendrá, aunque sea a la fuerza.
Lo más revelador de este fenómeno es la incómoda posición en la que deja a los actores tradicionales. Los grandes sindicatos, pillares históricos de la protesta social francesa, observan el movimiento con cautela. Si bien comparten el fondo del descontento –el rechazo a la reforma de las pensiones que elevó la edad de jubilación a 64 años y las nuevas medidas de austeridad–, desconfían de esta marea espontánea y sin control. Han convocado su propia jornada de huelga para el 18 de septiembre, una fecha que parece lejana en un país donde la historia se acelera por horas. Es el choque entre la vieja guardia de la protesta organizada y la nueva ola de la ira digital y anónima.
Es inevitable la comparación con los gilets jaunes (chalecos amarillos) de 2018. Aquella revuelta, también nacida al margen de los cuerpos intermedios, canalizó una furia similar contra la élite política, la pérdida de poder adquisitivo y una sensación de abandono. El movimiento de hoy hereda ese ADN de desconfianza radical hacia las instituciones, los medios de comunicación y cualquier forma de poder establecido, exigiendo más justicia social y democracia directa. Sin embargo, parece aún más difuso, menos cohesionado, pero potencialmente más impredecible.
En una de las proclamas que circulan por la red, un participante anónimo ofrece un decálogo para el ciudadano indignado: «No compres nada, sobre todo con tarjeta. Ve a la huelga. Lleva comida a un piquete. Apoya en una rotonda». Son las tácticas de una guerra de desgaste.
Francia se mira hoy en un espejo deformado. El reflejo le devuelve la imagen de una nación agotada por la inflación, la precariedad y una profunda crisis de representación política. La pregunta que flota en el aire no es si los manifestantes lograrán «paralizarlo todo» durante veinticuatro horas, sino si el fracturado contrato social que unía al país puede ser reparado antes de que el colapso deje de ser solo una consigna.
Mohamed BAHIA
10/09/2025