El eco de tambores militares resuena de nuevo en Caracas, pero esta vez con un sonido más resignado que triunfal. Según múltiples fuentes consultadas en la capital venezolana, el Gobierno de Nicolás Maduro ha comenzado a reorganizar su estructura defensiva con una lógica que parece salida de los manuales de insurgencia del siglo XX; resistir como sea, incluso a través de tácticas de guerrilla y desestabilización urbana, en caso de una eventual ofensiva militar de Estados Unidos.
El plan, descrito en documentos y testimonios de oficiales retirados y analistas de seguridad, revela un reconocimiento implícito; el Estado venezolano no está en condiciones de librar una guerra convencional. La desigualdad de poder entre los ejércitos de ambos países es abismal. Si Washington optara por un ataque combinado —aéreo o terrestre—, la Fuerza Armada Nacional Bolivariana apenas podría resistir unas horas. Lo que se plantea, más bien, es una “defensa asimétrica”; pequeñas unidades dispersas capaces de hostigar, sabotear y prolongar el conflicto.
En la jerga oficial, la estrategia se llama “resistencia prolongada”. Serían grupos de soldados y milicianos, desplegados por todo el territorio en más de 280 puntos estratégicos, con misiones de sabotaje, ataques sorpresa y retirada inmediata. Entre el equipamiento que se prepara figura material ruso de los años ochenta, almacenado durante décadas y ahora recuperado por necesidad más que por capacidad operativa. En las pantallas de la televisión estatal se habla con fervor patriótico de una defensa heroica ante el “imperialismo norteamericano”; fuera de los estudios, la realidad es más amarga.
Fuentes con acceso a los cuerpos de seguridad admiten que algunos comandantes han debido negociar directamente con productores agrícolas para alimentar a sus tropas ante la escasez de suministros. El salario militar promedio no cubre ni la canasta básica, y los niveles de entrenamiento se han deteriorado drásticamente en los últimos cinco años. Como graficó un oficial retirado: “No tenemos combustible para los tanques, pero sí discursos para llenar los noticieros”.
Maduro asegura que, si Estados Unidos ataca, “el pueblo resistirá en cada esquina”. Es una declaración que mezcla convicción ideológica con desesperada necesidad política. Desde Washington, el presidente Donald Trump llegó a insinuar a fines de octubre la posibilidad de operaciones terrestres tras varios bombardeos contra embarcaciones en el Caribe sospechosas de transportar drogas; unas semanas más tarde, se retractó, alegando que “una guerra no estaba en los planes”.
Pese a ello, la sola hipótesis de una invasión ha dado a Maduro un nuevo argumento para galvanizar apoyos dentro y fuera del país. Entre los mandos cercanos al poder se discute una segunda estrategia —más sombría aún— bautizada internamente como “Operación Caos”. Se trataría de recurrir a redes de inteligencia, a grupos parapoliciales y a civiles armados leales al régimen para desatar disturbios y sabotajes urbanos en Caracas, con el objetivo de hacer el territorio “ingobernable” para cualquier fuerza extranjera. El mensaje sería claro; ocupar Venezuela tendría un costo político y social inasumible.
El dilema es que ambos planes parten de una constatación desoladora: ni el ejército ni el país están listos para una guerra. Un asesor de seguridad próximo al chavismo lo resume sin matices: “No podríamos resistir ni dos horas en un combate convencional”. Otro, vinculado a la oposición, coincide: “La defensa de Venezuela hoy se basa más en el mito que en la logística”.
La retórica de la “resistencia nacional” cumple así una doble función, por un lado disuadir a Washington y mantener cohesionados a los fieles dentro del aparato chavista. Pero también exhibe una vulnerabilidad profunda. En un país marcado por la crisis económica, la diáspora y la pérdida de capacidad institucional, la idea de una “guerra del pueblo” suena más a consigna que a plan operativo. Y sin embargo, como tantas veces en la historia venezolana, el poder se aferra a la épica incluso cuando el arsenal se oxida.
Entre el ruido de los viejos fusiles rusos y los discursos de bravura, queda una certeza que trasciende las fronteras; ninguna guerra se gana solo con consignas, pero a veces los líderes prefieren la ficción del heroísmo al reconocimiento de su fragilidad. Venezuela, atrapada entre el descalabro y el desafío, parece haberse resignado a ensayar una guerra que —como casi todos saben— probablemente nunca podría ganar.
12/11/2025









