La máxima atribuida a John F. Kennedy – «La victoria tiene mil padres, pero la derrota es huérfana» – reverbera con inquietante precisión tras los ecos de los misiles en Medio Oriente. Los discursos triunfales, casi coreografiados, de un presidente estadounidense, un primer ministro israelí y un líder supremo iraní, tras los intensos pero breves enfrentamientos de mediados de junio, trascienden el mero parte militar. Encarnan una geopolítica del espejismo, donde la percepción se erige como arma definitiva y la realidad se fragmenta en relatos irreconciliables. Cada actor, micrófono en mano, reclama la corona del vencedor mientras entierra bajo escombros retóricos cualquier asomo de responsabilidad o derrota.
Desde el escenario de Mar-a-Lago, la narrativa es un ejercicio de contorsión audaz. Se proclama al arquitecto de una «operación quirúrgica» exitosa contra instalaciones nucleares iraníes, enfatizando una «destrucción total» de Fordow, y simultáneamente se presenta como el hábil pacificador que apagó el fuego encendido por su aliado regional. Este guión del «guerrero pacificador» busca capitalizar electoralmente la acción militar mientras se elude la culpa por la escalada previa. Sin embargo, esta fachada muestra grietas profundas. Informes técnicos y filtraciones de inteligencia pintan un cuadro distinto: daños significativos pero reparables en Fordow en meses, no años, y la persistencia del arsenal de uranio enriquecido iraní. La brecha entre la proclamación y los hechos suscita preguntas incómodas: ¿Fue la magnificación del éxito un intento de ocultar la naturaleza limitada del golpe o de manipular la percepción para justificar una acción de consecuencias imprevisibles? El feroz ataque contra las propias agencias de inteligencia estadounidenses que osaron cuestionar el relato oficial expone la fragilidad de este triunfo autoproclamado y erosiona aún más la credibilidad institucional.
Mientras tanto, desde Tel Aviv, el discurso se centra en una «gran victoria» sobre Irán presentada como catalizador geopolítico. Se vincula explícitamente este éxito militar, cuestionable en sus resultados tangibles, con la expansión del «Acuerdo Abrahámico», piedra angular de un «Nuevo Medio Oriente» bajo égida israelí-estadounidense. Las enormes pancartas en las plazas de Tel Aviv, mostrando una improbable constelación de líderes árabes junto a las figuras occidentales, simbolizan poderosamente esta aspiración. Pero aquí yace una paradoja insoslayable: este «nuevo orden» se promueve mientras Gaza arde bajo una guerra de 630 días. La destrucción sistemática y la crisis humanitaria son el telón de fondo grotesco que desmiente la narrativa de una paz regional basada en la normalización selectiva. La continuidad de la ofensiva en Gaza no es un detalle incidental; es la prueba irrefutable que revela la contradicción esencial entre la retórica de un «futuro compartido» y la realidad de la ocupación y la fuerza bruta aplicada a un pueblo. ¿Puede cimentarse estabilidad alguna sobre la aniquilación de unos mientras se normaliza con otros? La respuesta, resonando desde los escombros de Gaza, es un eco ensordecedor.
Frente a esto, Teherán responde con un discurso de resiliencia calculada. Proclama la victoria moral y estratégica: haber resistido la agresión conjunta, haber forzado la intervención estadounidense para «salvar» a Israel según su relato, y anunciar la pronta reconstrucción de Fordow. Las amenazas sobre la vulnerabilidad de ciudades israelíes funcionan como mensaje disuasivo y bálsamo para el orgullo nacional herido. Este guión de «resistencia victoriosa» apunta al frente interno, consolidando al régimen frente a sanciones y aislamiento, y al externo, proyectando una imagen de fortaleza inquebrantable. La réplica del ministro de exteriores iraní, exigiendo respeto hacia su líder supremo, subraya la profunda sensibilidad ante cualquier percepción de humillación. Pero esta victoria proclamada no puede ocultar el coste material: nuevas sanciones, infraestructuras dañadas y un cerco internacional persistente que ahoga a la población.
Un análisis frío desvela que, tras la pompa de los discursos, persisten realidades inmutables y peligrosamente agravadas. La ilusión nuclear permanece intacta: ni el programa iraní ha sido eliminado (persisten capacidad técnica y material enriquecido), ni la amenaza percibida por Israel ha desaparecido. El ataque, lejos de resolver el conflicto, lo congela en un punto de máxima tensión, con amenazas cruzadas de represalias. La herida abierta de Gaza supura, socavando cualquier pretensión de estabilidad genuina y actuando como el principal obstáculo para una normalización árabe amplia y sostenible. La instrumentalización de la «paz» con algunos estados árabes, ignorando el sufrimiento palestino, es una bomba de relojería moral y política. La erosión de la credibilidad institucional en Estados Unidos, evidenciada por el ataque a sus propias agencias de inteligencia, debilita su posición global y la toma de decisiones racional. Y, sobre todo, se profundiza la espiral de desconfianza: cada narrativa triunfal ahonda el abismo, alimentando miedos, reforzando narrativas de resistencia y envenenando cualquier posibilidad de diálogo futuro.
El «Nuevo Medio Oriente» esbozado desde Washington y Tel Aviv – cimentado en la hegemonía militar, la marginación de Palestina, la demonización de Irán y la normalización selectiva – se asemeja menos a una visión innovadora que a la perpetuación de viejas dinámicas de poder con nuevo empaque. Es un modelo que antepone la estabilidad de regímenes aliados a la justicia y la seguridad humana, confiando más en la coerción que en el consenso. Contrasta radicalmente con el anhelo legítimo de los pueblos de la región: un horizonte de paz duradera, desarrollo económico y dignidad política basado en el derecho internacional y la resolución de conflictos históricos, empezando por Palestina.
La pregunta crucial que emerge de esta «mini-guerra» de narrativas y explosiones no es quién ganó, sino qué se sacrificó en el altar de los triunfos ilusorios. Se sacrificó una oportunidad, por remota que fuera, para explorar vías diplomáticas. Se sacrificó un poco más la confianza en las instituciones y en la palabra de los líderes. Se sacrificaron vidas y esperanzas en Gaza, una vez más. Y se consolidó un patrón letal: la acción militar como herramienta de política doméstica y la propaganda como sucedáneo de la verdad. Medio Oriente no necesita más espejos que reflejen victorias fantasmales. Necesita el coraje de contemplar sus grietas abismales y construir, sobre cimientos de justicia y diálogo auténtico, un futuro donde el silencio sólido de la paz finalmente alcanzada reemplace para siempre los ecos huecos de triunfos proclamados sobre un abismo. Mientras prevalezca la coreografía sobre la sustancia, la región seguirá danzando al borde del precipicio.
Mohamed BAHIA
30/06/2025